Adelanto de la novela «La gran abundancia»

Primeras páginas de La gran abundancia, que publicará la editorial La oveja roja en 2022


INDICE

PRIMERA PARTE: PAPELES DEL DIA Y LA NOCHE                  

I. de Ernesto a Martín                                                                                                 

II. la oficina                                                                                                                

III. de Martín a Ernesto                                                                                             

IV. la carpeta                                                                                                              

SEGUNDA PARTE: LAS FALSAS PISTAS FALSAS                              

I.  el Instituto para el Estudio del Trauma                                                                

II. la cárcel                                                                                                                  

III. el desierto                                                                                                             

TERCERA PARTE: ¿QUIÉN ASISTE AL ASISTENTE?

I. Centro de Acogida                                                                                                  

II. la ciudad                                                                                                                

III. río arriba                                                                                                               

IV. el Gran Foro                                                                                                         

V. los campamentos                                                                                                         

RECAIDA                                                                                                               




PRIMERA PARTE: PAPELES DEL DIA Y LA NOCHE  

I. De Ernesto a Martín

Leerás estas líneas otra vez como queriendo hacer caso pero no lo harás. Evitarás, esquivarás, impedirás o abolirás la posibilidad de empezar un cambio. Te sumergirás de nuevo en ese tedio que ya no es siquiera auto compasión sino pura estupidez. Abrirás otro libro por la primera página. Seguirás amparándote en la inercia de la letra escrita, de la línea que continúa, que persiste, que prosigue, de la línea que va construyendo un sentido seco y tacaño. Te esconderás tras la caspa de los días.

0:23 am

Tú estás mal, Martín. No lo llames la rutina, no lo llames el trabajo, no lo llames la vida. La vida es más que esto, la vida es siempre más para gente como tú. Ella no va a volver. Ella no va a regresar, no va a reaparecer, no va a retornar o a revelarse un buen día en la puerta de tu apartamento. Te mereces más. ¿Por qué lees tanto? Sal a la calle.

Ven a verme.

3:25 am

Me imagino tu apartamento, Martín. Todo está seco. Ahora, por la noche, duermes, la ciudad duerme y tu casa se seca. Ni siquiera te vas a la cama: duermes en el suelo del salón, entre cartones manchados de grasa seca y papeles emborronados de tinta seca. La mancha del cuerpo y la mancha del lenguaje, ¿te acuerdas? ¿Te acuerdas? Dónde quedó la tercera, Martín, dónde quedó la mancha de la vida, la que se extiende como aceite en agua, la que cabalgamos siempre en el filo, la que aprendimos a calcar entre las palabras y las cosas. El vapor que sube del campo de batalla, el mediodía licuefactor del deseo. Atiende un poco, escucha o presta atención. Te digo algo luego.

11:06 am

Estoy exhausto, Martín, no he dormido apenas, llegué de viaje de madrugada. No sé si los lees, claro. Los mensajes. En cualquier caso: hoy es un día radiante en la oficina. Ya sé que hace tiempo que no esperas mucho de nosotros, pero últimamente estamos probando cosas nuevas, y a lo mejor esta historia atrae tu atención. Hoy hemos dado a luz a Edvaldo Camara, casado y padre de tres hijos; un ser introvertido, de pocas palabras. Tiene un negocio de relojería que empezó de la nada, endeudándose. Su vida ha sido sentarse en su diminuto taller de la trastienda con la vista fija en manecillas, ruedas dentadas y en lo que hay entre las horas. En las paredes austeras tan solo un calendario en el que Camara va tachando los días como si estuviera esperando salir de alguna cárcel que sólo él conoce. Por su dedicación extrema, el negocio prospera. A los cincuenta años ha conseguido trasladarse a un local más grande y contratar más personal. Sus tres hijos regresan desde tres universidades lejanas (donde él los ha enviado a estudiar derecho, medicina y negocios) esperando asistir a la inauguración de la nueva relojería, pero cuando llegan a la casa paterna la encuentran vacía. Hay una nota, con la letra de Edvaldo: “Abrid la tienda hoy, que mañana volvemos”. No vuelven mañana ni al otro ni al otro. Paradero desconocido. Los hijos abren la tienda y reciben a todos los amigos y parientes de sus padres, que no parecen en absoluto extrañados por la ausencia de Edvaldo y su esposa. La celebración termina y los tres hijos esperan una semana, todavía sin noticias. Después, tienen que regresar cada uno a su universidad porque se acercan los exámenes finales. El mayor encuentra en la habitación de su residencia, sobre su cama, un reloj de oro. El mediano un reloj de plata y el pequeño un reloj de bronce. Los tres preguntan a todo el mundo si se ha visto a alguien merodeando por sus habitaciones. Las respuestas son siempre las mismas: su primo ha pasado por allí a dejarles un regalo. ¿Primo? Ellos no tienen ningún primo. Sí, dijo que era tú primo, iba con su novia, una pareja de estudiantes. Cuando los tres hijos localizan por fin a sus padres por teléfono los encuentran recién llegados de sus vacaciones sorpresa en las islas, de buen humor pero algo preocupados por haberles dejado al cargo de la inauguración de la nueva tienda. La voz de Edvaldo Camara suena extrañamente infantil cuando afirma no saber nada acerca de los tres relojes. 

12:13 pm

Dos minutos para la hora del café, menos mal. Luego viene Federico, se ha quedado con la tarde de los martes, ya que tú no vienes, no apareces, no te muestras, no acudes o no te presentas. Tu inteligencia te dice que tienes que salir, pero al mismo tiempo se está muy bien ahí, ¿verdad? Anda, revuélcate en la mierda un rato más, si quieres.

2:23 am

Como estoy otra vez desvelado y tengo demasiado trabajo para andar perdiendo tiempo con mis clientes, acabo de decidir que voy a ir poniendo las cosas claras con todos vosotros. A ti, Martín, te digo lo siguiente: si en tres días más no me has contestado ni has dado señales de vida nuestra relación profesional se ha acabado. Por supuesto yo siempre seguiré siendo tu amigo, pero tendrás que buscarte otro Asistente Personal.

2:57 am

Acabo de entenderlo todo, Martín. En realidad durante toda tu vida has estado preparando esto. Renunciaste a tu carrera de escritor porque era una complicación, sacaste la plaza, hiciste todo lo posible por dejar de dar clase, conseguiste que te hicieran un puesto especial de investigador a pesar de tu juventud, empezaste a aparecer cada vez menos por la Universidad. Hoy no tienes ni que hablar con el conserje, cada mes el sueldo está en tu cuenta de banco. Te traen la comida a casa, ya cocinada, sin complicaciones. Sin complicaciones.

Cuidado, esto va a doler: tú la echaste. Ella no te dejó, tú la echaste. La echaste porque era una complicación, la última que te quedaba. Ahora te asomas al límite de la infravida: una vida sin Asistencia Personal, una vida no sometida a examen, ¿te acuerdas? Lo hiciste todo para quedarte solo y seco.

5:21 am

Consigo dormir un par de horas y de pronto me despierto muriéndome de sed. No tengo tus palabras, amigo, no hay contestación, no hay reciprocidad, no hay flujo, no hay círculo de retroalimentación. Dame una letra al menos: la O.

*

La impresora se despertó con un hipo repentino, y se puso a trabajar. Siempre le sobresaltaba, a pesar de que sabía que podía ponerse en marcha en cualquier momento. Martín Loma tenía activado un dispositivo que hacía que cada uno de los mensajes de su Asistente Personal, Ernesto Valle, se imprimiera automáticamente según se recibían. Le vino a la boca un sabor a tinta, antes ya de tocar los papeles. La máquina estaba estropeada, aplicaba siempre un exceso de color, luego las yemas de los dedos se ponían negras. Martín no se había molestado en arreglar la impresora, como tampoco se había molestado en afeitarse, cortarse el pelo, o en hablar con alguien desde hacía semanas. Pero sí se molestaba en leer los mensajes de su AP. Una vez más, los papeles cayeron desde la bandeja de la impresora y él, desde el suelo, los recogió.

Era invierno, presentía que probablemente la madrugada de un día de invierno, aunque no estaba seguro. Se quedó mucho rato en el suelo, con su cuerpo larguirucho extendido, rodeado de pilas de libros, la mayoría abiertos, y restos de comida a domicilio que manchaban el mármol liso y brillante que le sostenía. Tenía todas las persianas bajadas, por eso no estaba seguro si era de noche o de día en su apartamento impersonal e individual, piso 33, sin cocina, climatizado, amueblado y diseñado para jóvenes profesionales que apenas paran por casa. Desde que Elia no estaba, sin embargo, Martín no salía nunca de allí. Empezaba constantemente libros que no seguía leyendo, dormitaba, se asomaba fugazmente a las pantallas de su móvil o de su ordenador, y rodaba del sofá al suelo, como buscando el punto más bajo e indiferenciado posible en el que situarse. Pálido, despeinado y ojeroso, apenas se cambiaba de ropa, todas sus camisetas tenían ya manchas de grasa, igual que sus dedos andaban casi siempre manchados de tinta. Se seguía vistiendo como un adolescente, a sus treinta y muchos años, siempre con enormes zapatones de deporte que quedaban desparejados por todo el apartamento. Sin embargo, el deporte nunca había sido lo suyo, ni en realidad ninguna otra cosa más que las letras, esas rayitas negras capaces de cambiar vidas, a las que había apostado todo. Con su barba irregular a corros y calvas y las gafas aplastadas contra el suelo, saboreó una vez más la tinta familiar, esa especie de veneno menor, que no le iba a matar, sino que, pensó, tal vez incluso esta vez sí que le lograría sacar de su estupor y llevarle por fin a algún sitio.

Una vez más, en esa madrugada de un día de invierno, leyó los mensajes de su AP con una vaga esperanza, casi oyendo la voz grave y tajante de Ernesto a través de la tinta húmeda. Junto a esa voz algo impostada, como de locutor de radio, sonaba también un coro de miles, millones de otras tantas que le instaban, a él y a todos los demás, a levantarse del suelo, sacar pecho y lanzarse al mundo en pos de sus sueños. Ríos de tinta, masivas corrientes de estímulos eléctricos, océanos de saliva circulando por las aristas de una cuadrícula infinita, regando cada cubículo, cada nicho, cada edificio y cada apartamento con su persuasiva canción.

Él -lo sabía- era un privilegiado. Su vieja amistad con Ernesto le permitía conocer las nuevas historias de Contenidos antes incluso de que se hicieran públicas, y tener a uno de los APs más prestigiosos de su generación pendiente de su felicidad en todo momento. Para otros ese río jugoso de la Asistencia Personal pasaba por delante en tromba, sin casi darles tiempo a conseguir una barca que les llevara corriente abajo. Pero, en cualquier caso, él y todos, todos los seres humanos, sabían que el mundo estaba dispuesto para que, en la medida de lo posible, su felicidad fuera lo primero. Así sería mientras existiera la AP. Como Ernesto y Martín habían escuchado y repetido tantas veces en su época de universitarios, se trataba de hacer posible una vida más interesante, más plena, más creativa, más llena de experiencias. Y no la estúpida persecución de posesiones innecesarias, ni la estéril acumulación de honores o las mezquinas rutinas burocráticas. La posibilidad de una vida radiante era lo que movía el mundo, en la era de la Asistencia Personal.

Rodando lentamente sobre las cajas de pizza vacías, Martín se trasladó hacia la pared del salón, y se incorporó trabajosamente, de rodillas sobre el suelo imitación al mármol modelo Mónaco brillo, hasta poder levantar un poco la persiana de tela gris y observar con sus ojos llorosos, efectivamente, la primera luz del amanecer. Desde su altura –piso 33-, se divisaba una buena parte de la ciudad, y en los días claros como ése hasta se adivinaba un más allá. Parecía increíble, pero en algún lugar la cuadrícula urbana y sus suburbios terminaban, y allí se abría la extensión de algo así como “el campo”, con sus macro explotaciones agrícolas, y, después aún, el desierto, y más allá todavía, las costas olvidadas que servían de frontera natural frente a otros más allás pertenecientes ya al ámbito de lo casi innombrable.

Era imaginable, entonces, un espacio abierto. Pero ahí, a su alrededor, entre la cuadrícula de los enormes edificios de apartamentos, decenas de grúas gigantescas, campeaban sobre los solares en construcción. A pesar de que los cristales de sus ventanas eran de triple aislamiento, se filtraba el ruido imparable de las máquinas. No iba a quedar ni un centímetro libre. También allí, junto al propio edificio de Martín, estaban construyendo una nueva colmena de apartamentos de lujo, que iba a tapar tarde o temprano la ventana por la que ahora miraba. Un edificio pegado a otro. Pared con pared.

Amanecía. Martín, sombrío, releía las palabras de Ernesto como quien espera pacientemente los efectos de un medicamento y de vez en cuando oteaba la aurora por la ranura de la persiana. La ciudad le pareció una abstracción. En las sábanas de la cama, en su ropa, en toda la casa no quedaba ya ni rastro del olor a madera y flores que asociaba a Elia. Elia había desaparecido de un día para otro sin dejar señales. El piso se había vaciado de sus gestos rápidos, de sus costillas marcadas en la piel y de su larga cabellera, negra y lisa como un tobogán. Ahora estaba la asepsia del mármol y el triple cristal, solo interrumpida vagamente por el sabor a tinta.

Un helicóptero azul cruzó el cielo rojo y se posó, iluminado, sobre la cima de un rascacielos del Distrito Asistencial. Sin duda, algún top-AP que llegaba bien pronto a trabajar.

*

La casa de la Conversación. Tomándonos algo en «El año del descubrimiento»

(Este artículo se publicó en CTXT y se va a publicar en Revista L/E/N/G/U/A/J/E/o)

Un sueño y un bar

Hay un bar en Cartagena que se llama “El año del descubrimiento”. Con ese nombre sugestivo, suena más bien a que debería ser un “bar de copas”, un “pub”, un “bar de noche”, pero no, es lo que con la crueldad y literalidad de la adolescencia solíamos llamar, en aquellos años, “un bar de viejos”. Eso, sí, para entrar en él hay que pasar primero por un sueño que se repite, y después por otro bar que, este sí, es “de copas”, un bar “de jóvenes”.

El sueño que se repite es un sueño sobre el pasado. Pero el pasado es el presente. Así que el sueño carga con un gran peso. En él, yo vuelvo a estar en la Escuela, en algún tipo de Escuela, me doy cuenta de que no he acabado todo, de que sigo debiendo algo, me quedan más exámenes, más oposiciones, más horas lectivas que cursar, me había confundido, creía que ya por fin había acabado todo, pero no, me quedaba algo, y esto me coge por sorpresa, me preocupa, tengo que ver dónde tengo que ir, qué tengo que cumplimentar, no estoy bien preparado, ¿estaré aún a tiempo? ¿se me habrán pasado los plazos? Y entonces vuelven esos años, que son estos años, porque el pasado es el presente, me veo en el pueblo donde crecí, pateando las calles arriba y abajo, nunca me he marchado de allí, la gente conduce sus coches, aparca, saca dinero del cajero, están haciendo recados, compras, gestiones, trabajando, todo el mundo está trabajando, van a reparar coches, a instalar aires acondicionados, van y vienen a los almacenes de fruta, a la fábrica de jeringuillas, y los que no trabajan, como yo, van a sacarse cursos, han ido a la gestoría a cumplimentar algo, están a punto de hacer tres copias certificadas, fotografías tamaño carnet, y la solicitud, el curriculum, pero yo no lo he hecho, estoy confundido y me empiezo a encontrar con amigos de mis padres, amables, que se interesan por mis gestiones, ¿ya has acabado?, “no”, les digo, “me quedan unos asuntos por resolver”, ellos entienden, porque son gente de la Escuela, me llevan a Secretaría, pero allí no resuelvo nada, tengo que dejar muchas respuestas en blanco en la instancia porque no he preparado lo necesario, perderé el año, me quedaré caminando por la Avenida de Aragón arriba y abajo, vagando, repitiendo una y otra vez el mismo camino por no saber en qué mejor emplear el tiempo.

Pero es entonces cuando me doy cuenta: mientras cruzo el puente una y otra vez y llego hasta las afueras, y luego vuelvo una y otra vez al casco viejo por la vía principal de esta ciudad pequeña, me doy cuenta de que los demás están haciendo lo mismo que yo; todos, mis amigos del cole, los del instituto, sus padres, toda esa generación adulta que nos envió a la Escuela y a buscar Trabajo, y a su vez los abuelos, ya de vuelta, esos “viejos” que se paran a mirar las obras mientras van y vienen, y hasta los muertos, porque aquí no falta nadie, aunque no se den cuenta de que están muertos y sigan pretendiendo que todo es normal, todos estamos venga a ir de arriba abajo, fingiendo como ellos, como los muertos, fingiendo que hacemos recados, que trabajamos, que hemos tenido que pasarnos un momento por no sé donde, que estamos matriculados, que tenemos algo que hacer, aunque solo sea llenar el tiempo con paseos arriba y abajo porque, como yo, “hemos perdido el año”. Unos en coche, otros andando, sea como sea, todos estamos en este carrusel imparable y ahora veo en los ojos de los demás, con disimulo, que saben que yo lo sé, y evitan mi mirada.

Y entonces me despierto.

Después está el bar nocturno, que ya no es un sueño: allí se teje otra cosa, que tiene que ver con llenarlo todo con palabras y con humo y con música muy fuerte que compite con nuestras palabras, y trago, y calada, y frase, y golpe de bombo en los altavoces, con todo eso vamos armando un espacio, y este espacio es nuestro. No hace falta mucho, no hace falta ni que haya más gente en el bar, podríamos ser muy pocos, podríamos incluso ser solo dos, si está oscuro y la música suena muy fuerte, y tenemos para beber y para fumar y a lo mejor algo más, depende de cómo vaya la noche. Y algunas veces no era ni siquiera de noche, a veces era a plena luz del día, pero mientras hubiera una manera de bajar las persianas y poner la música a todo volumen, se ponía en marcha todo, teníamos el tiempo para que continuara ese otro ritual,  esa otra circulación, que no es la de los humanos fingiendo que tienen algo que hacer, y sufriendo profundamente por ello, sino la de los humanos regalándose unos a otros su palabra, creando un espacio para el decir y escuchar. La primera forma de organización humana, según algunos: la Conversación.[2]

Y las vueltas y vueltas que dábamos allí, en ese otro carrusel… Crecimos en los bares. Fueron más casa que nuestras casas. Allí compensábamos por ese mundo diurno en el que la Escuela y el Trabajo conspiraban para aplastarnos. Recuerdo, a veces lo he comentado con amigos, que por más tarde y de madrugada que fuera, por más borrachos que estuviéramos, y por más altísima que sonara la música (mi pueblo alojaba una de las discotecas con más decibelios del mundo, no exagero), siempre seguíamos hablando y hablando, era un bla bla bla que luchaba contra el sonido brutal, nos dolía la garganta de forzarla, si había un DJ malo y se hacía un silencio entre canción y canción de pronto estábamos desnudos y una frase o una palabra gritada casi al oído quedaba ahí flotando en medio de ese silencio: “este es el tabaco que fumaba mi madre”, o “te quedas con una sonrisa de mierda…” o “¡oye, hazte un porro!”. Recuerdo salir del bar enfrascados aún en la conversación, quitándonos la palabra de la boca unos a otros y de pronto sentirnos ridículos por estar hablando tan alto, bajar la voz, y ahí en el silencio de la calle, hubiera sido mucho más cómodo hablar. Pero mucho más difícil.

¿Y de qué por favor, de qué demonios hablábamos y hablamos tanto, de qué se habla tanto en los bares, en la noche?

Pero quizás la pregunta no es tanto por el qué. En esta modalidad, la del “bar nocturno”, o la de la “fiesta juvenil”, simplemente, se hace bastante evidente que se trata de disponer unos mínimos elementos capaces de crear cierta intensificación del lenguaje (la oscuridad, la música fuerte, el alcohol, las sustancias capaces de alterar la percepción…), y quizás ahí tenemos una clave de lo que está en juego en toda Conversación: la creación de una intensidad colectiva y de una posibilidad de transformar la percepción. Un espacio autónomo. En el que lo que decimos pueda afectarnos, pueda cambiarnos, pueda cambiar nuestro mundo, pueda parar el carrusel de la vida diurna, con sus múltiples requisitos, quehaceres, faltas, obligaciones, al menos por un rato, y darnos una distancia. Por eso quizás, dábamos y damos tantas vueltas a las cosas en nuestras conversaciones en los bares, porque había que deshacer todas las otras vueltas que la vida diurna sigue y sigue haciéndonos dar, en sentido contrario. Permanecer aquí hablando, a las cuatro de la mañana con la vista nublada, hablando de nada y de todo, es seguir construyendo un espacio ajeno a la vida que nos han construido. Después, la embriaguez tiene sus propias lógicas y exigencias, claro, la Conversación Embriagada es solo una modalidad de la institución más antigua de la humanidad, y tiene sus peculiaridades, que ya Luis López Carrasco exploró con inteligencia en su anterior película, El futuro (2013). Es una cuestión de velocidad: la embriaguez acelera el proceso de construcción de autonomía del sentido, pero lo asienta sobre una estructura muy frágil, amenazada por múltiples frentes y susceptible de disolverse en el aire como el humo del cigarro, o en una resaca culpable, incapaz de recuperar el valor de lo vivido y de lo hablado. Pero, en cualquier caso, me parece que este pórtico, este túnel oscuro de conversación casi ininteligible, nocturna, a gritos y cubatas que López Carrasco ha colocado a la entrada de El año del descubrimiento (2020), tiene la virtud de recordarnos, -en una película en la que es tan absolutamente importante lo que se cuenta oralmente-, la dimensión casi de danza que la Conversación también tiene. 

Hablando del Trabajo que nos habla

Entramos pues, por fin en ese bar de viejos llamado “El año del descubrimiento”. Podría estar en cualquier barrio, podría estar en mi pueblo. Antes, nos hemos asomado ya a una doble visión, doble ventana, que nos acompañará durante todo este viaje a las profundidades del bar. A la izquierda, 1992, el año supuestamente triunfal del estado español, con los Juegos Olímpicos y el quinto centenario del “Descubrimiento”, a la derecha, el sufrimiento por la pérdida de empleos en Cartagena en ese año, que llevó a una revuelta y a la quema del parlamento regional. A la izquierda, la persona que habla, a la derecha, la persona que escucha, con la reverberación de las palabras del otro en los micro-gestos de su rostro. Pero pronto veremos que no se trata de jugar a un dualismo perfecto (historia oficial vs contra-historia, habla vs escucha, palabra vs gesto), sino, tal vez, de, como decían Deleuze y Guattari, usar los dualismos contra sí mismos, desplazarlos como muebles inevitables en una habitación en la que queremos abrir espacio.[3] Y ese espacio es, de nuevo, el espacio de una circulación de la palabra y del gesto, esa danza humilde pero capaz de generar sentido, por más precario que éste sea.

Especialmente si ahora, a plena luz del día, se trata de intentar entrar en ese ritmo, ya no desde la euforia de la embriaguez, en la que todo resulta interesante, sino desde la brutal derrota de un bar cualquiera en un barrio cualquiera por la mañana, donde el Trabajo y la Escuela, el va-y-ven del Tener Qué Hacer ya no es ese carrusel loco al que una puede mirar desde la distancia que otorga la noche y sus super-poderes efímeros, sino la aplastante y lenta rueda de molino a la que una está pegada como si una fuera una calcomanía.

Rostros cansados, ajados, sobre la barra. Silencios. Humo de tabaco. Ahora suena la radio, los saludos matutinos. Ojeras, máquinas tragaperras, la puerta que se abre y se cierra. Un hombre sentado ante un vaso temprano de cerveza parece hablar solo: el grado cero de la Conversación. Tal vez todo esté perdido.

Pero si hemos venido aquí, a este bar cualquiera en el que uno bien podría acodarse en la barra y desaparecer, es porque tenemos una gran conversación pendiente, que en su primer momento se ha planteado como esa disonancia, como esa ruptura entre los dos relatos del 1992.

Pronto nos damos cuenta de que para llegar a hablar de eso, sin embargo, tendremos que hablar antes de muchas otras cosas. En un primer momento, de estos rostros cansados, de estas bocas que bostezan, poco podrá salir que no sean, de una forma u otra, historias de trabajo. Llevo años volviendo una y otra vez, a esta cita de Marsé que,   -me parece-, describe eficazmente el llamado proceso de “modernización” (“la continuación de la guerra por otros medios”, según Fernández-Savater):

“Y entonces, cuando el vecindario ya estaba sustituyendo su capacidad de asombro y de leyenda por la resignación y el olvido, y el asfalto ya había enterrado para siempre el castigado mapa de nuestros juegos de navaja en el arroyo de tierra apelmazada, y algunos coches en las aceras ya empezaban a desplazar a los mayores que se sentaban a tomar el fresco por la noche; cuando la indiferencia y el tedio amenazaban sepultar para siempre aquel rechinar de tranvías y de viejas aventis, y los hombres en la taberna no contaban ya sino vulgares historias de familia y de aburridos trabajos…” (14).

Yo, como niño y adolescente privilegiado y de clase media que fui, pensaba que el trabajo era por definición mecánico y monótono, y que si podía haber algo así como “historias de trabajos” serían ciertamente aburridas, tal como dice Marsé en esa cita nostálgica. Pensaba (o más bien sentía, o tenía la tácita noción), de que el trabajo era sobre todo un espacio de silencio, un ámbito de obediencia y automatismo casi ajeno a las palabras, y más aún a los relatos. Un espacio mudo, indiferente.

Contrariamente a lo que quizás les puede haber pasado a otras personas de clase media, tuve la oportunidad de desmentir pronto este prejuicio. Mis amigos currantes, los que dejaron la Escuela en la adolescencia, no paraban de hablar de sus trabajos, y sobre todo, lo que era para mí más sorprendente, no paraban de hablar sobre lo que habían hablado cada día en ellos. En sus lugares de trabajo se conversaba, constantemente, se diría que todo lo demás era secundario. Ir a currar a la construcción era sobre todo ir a filosofar y discutir con los paletas en la obra, trabajar en el almacén de fruta era estar con Fulanito y Menganito todo el día de bromas y de chismes, meterse de dependiente en la ferretería era exponerse de lleno a un flujo constante de noticias sobre lo que pasaba en el pueblo, que después uno podía transmitir y re-elaborar. Un curro era sobre todo un ambiente lingüístico, un flujo conversacional, un bla bla blá que entraba dentro de ellos y que se traían consigo. Más tarde, cuando alterné pasajeramente mis estudios universitarios con un trabajillo a tiempo parcial en una oficina, pude comprobar en mis carnes lo que ya sabía: que no hay silencio en el trabajo, que el trabajo es un máquina de crear sentido, que no te puedes sustraer a ella. Mi sueño de ser un Bartleby pronto se vino abajo: mi trabajo era totalmente rutinario, lo cual me gustaba, y yo podía más o menos realizarlo en silencio, pero aún así desde que pisaba la oficina me sumergía en un océano verbal en el que fluían corrientes burocráticas, nociones sobre quién era yo y quién eran los demás, sobre qué era la oficina y su labor, multitud de riñas y cuestiones personales que afloraban, chismes, malentendidos, clichés, asunciones tácitas… Mientras estaba allí podía quizás “preferir no hacer” esto o aquello, pero no podía preferir no entender el lenguaje, no podía preferir ser un ser no-verbal, tal cosa no me estaba dada, como humano.

Mi privilegio, eso sí, me permitía nadar hasta la costa de ese océano verbal fácilmente cada vez que me marchaba de allí, y secarme sin que me quedara apenas un residuo de sal en la piel. Ahora bien, esa experiencia me confirmó que los ambientes laborales de sentido difícilmente podían ser considerados como “aburridos”. Tal vez, desde luego, angustiosos, claustrofóbicos, perversos, injustos y mezquinos a menudo, pero ciertamente no aburridos porque, como me demostraban cada día mis amigos currantes, sus empleos les suministraban un tejido verbal con el que ellos iban confeccionando, inevitablemente, la forma de sus vidas. Estaban hechos de esas palabras. Por la noche teníamos los bares, sí. Pero el día tiene muchas horas y, mientras no inventáramos otra cosa, incluso para alguien de clase media como yo, hacía falta currar por dinero. Así que íbamos y vamos a los curros y a las Escuelas a que nos den dinero, y junto con él, nos dan lenguaje, aunque no sea el lenguaje que queremos.

El abismo del desempleo puede ser entonces, sobre todo un abismo de silencio. “Si estoy trabajando, bien, porque estoy distraído… Pero si no estoy trabajando, lo paso mal y me aburro, y luego lo pagan estas, también… Tienes que estar trabajando y todo eso porque si no luego lo pasas mal… te mueres de asco, y te pones malo, te pones enfermo, porque eso me ha pasao a mí, luego te pones a comerte el coco y te pones malo, entras en depresión…”. Sí, por supuesto, es miedo a no tener dinero para comer, para pagar un alquiler, pero ese miedo va acompañado también de una interrupción del flujo del sentido, de un silencio, de un vacío (“quién soy yo sino trabajo”, “no valgo para nada”, etc…).

Por eso es tan importante poder hablar, recomponer la circulación del sentido, aunque sea, como diría Marsé, hablar de “aburridos trabajos”. Sin duda hay mucho en el mundo del trabajo que es profundamente tedioso, especialmente en los empleos que se han inventado el neoliberalismo[4], pero en ese bar de Cartagena, en “El año del descubrimiento”, el hablar del Trabajo (y de la Escuela) que nos habla, que nos tiene y nos hace ser lo que somos, no es aburrido, porque nos da la posibilidad de abrirnos a otras formas de ser.

Así, que poco a poco, entre bostezos matutinos, se irá tramando en ese bar una conversación, hecha de muchas, y estará inevitablemente empapada de lo que el Trabajo (y la Escuela) ha dicho sobre nosotros, de lo que nos ha hecho ser y decir:

“Yo no me iba a dedicar a depilar, yo me iba a dedicar a maquillar. Yo quería sacarme primero y segundo de Estética para meterme en Caracterización. Y me metí en eso, no lo terminé, y claro, fue como que me rendí un poco. Allí ya me rendí un poco, y dije, ‘pues na, yo aquí a trabajar que es lo mío, porque estoy viendo que no se me da nada lo que me gusta, no se me da nada bien…’”

“Cuando yo era pequeño no me preguntaron ‘¿tú que quieres ser de mayor?’, eso, en las películas de Holywood sale. Pero en una familia de trabajadores de Cartagena no te preguntaban eso: yo iba a trabajar en la Bazán como mi padre y como mi abuelo, estaba clarísimo…”

“Yo quería trabajar, yo quería salir de casa, entonces la forma de salir de casa era… trabajar, marcharme…”

La Escuela dice: tú no sabes. El Trabajo dice: tú no puedes. Son grandes colaboradores, dos caras de la misma moneda. La Escuela te mete bien en la cabeza que lo que sí conoces, que lo que sí sabes hacer, no vale. Desde muy pequeñitos, nos discapacita. Hasta el día de hoy, es la mayor herramienta de colonización de las mentes y de los pueblos, como dice el pensador palestino Munir Fasheh. En la Escuela vamos quemando nuestras habilidades, nuestro deseo de aprender. Nos volvemos torpes. Y de esa torpeza se alimenta inmediatamente el Trabajo, que se mete pronto en medio para añadir otra capa más de incapacidad: no puedes vivir sin dinero, sin mi no eres nada, no existes. Así que, ¿qué haces perdiendo el tiempo en la escuela? Sal y trabaja. Trabajar es seguir haciendo lo que hacíamos en la escuela (tareas mecánicas asignadas por otros en las que no se aprende casi nada), pero ahora por dinero.

La Gran Devaluación

Es una operación mágica, de la magia más diabólica posible. Es la Gran Devaluación. Lo que era un deseo y una potencia de jugar con formas y colores capaces de transformar un rostro, se convierte en un callejón sin salida, en un complicado trámite burocrático para el que hay que memorizar gran cantidad de informaciones técnicas, y del que una sale derrotada, solo para encontrarse sirviendo copas desde las 5 de la mañana hasta mediodía, y desde las 6 de la tarde hasta las 4 de la mañana.

Un deseo de marcharse de casa, un deseo de salir al mundo y de conocer gente, se transforma en un turno de 12 horas al día lavando, haciendo camas, limpiando y sirviendo mesas en un hotel, hasta que te rompes un brazo en una lavadora estropeada.

Un deseo de aprender, de hacer las cosas bien, de hacer felices a tus padres, se convierte en tu primer accidente laboral, a los 14 años (una barra de hierro de 200 kilos cae sobre tus pies y te arranca todas las uñas), o en la obligación de memorizar los nombres de los ríos, cordilleras y depresiones de Europa y de vomitarlos en un examen.

Un deseo de experimentar, de conocer, de viajar, de “comerte el mundo” se convierte en la práctica cotidiana de la sumisión y la derrota, porque “el mundo te come a ti”.

El deseo colectivo de alejarse de la incomodidad, del tedio, del hambre, del dolor, de la enfermedad, del cansancio, de la vulnerabilidad, se convierte en un deseo de Europa, en un deseo de pertenecer a una abstracción “europea, “moderna”, que se va poblando de imágenes, especialmente en torno a 1992: grandes estadios deportivos, altos edificios de oficinas, largas autopistas, deslumbrantes espectáculos culturales en los que están representadas “todas las culturas”…

Es fácil quedarse mirando a esas fantasmagorías; son retransmitidas por radio y televisión constantemente, están por todas partes, ofrecen un consuelo, algo con lo que identificarte, o simplemente llenan tu cabeza, te proveen de una explicación, de un marco de interpretación de la realidad. “Estábamos peor, vamos hacia mejor”. Nosotros: “España”.

Sin embargo, aquí en este bar de Cartagena, no imperan esos ídolos. Aquí la gente mira a su alrededor y se regala el lujo de decir lo que ve, lo que piensa, de decírselo a la cámara, o de decírselo a sus compañeros de Conversación. Y lo que ven es un mundo al revés, un mundo extraño y desquiciado, bajo los efectos devastadores de la Gran Devaluación. En este mundo, la inmensa curiosidad y capacidad de juego de los niños se ha convertido en violencia. Aquí una niña le atesta un puñetazo a una maestra porque ésta ha intentado darle un abrazo, y hace bien, porque si no se lo diera podría dejarse afectar por un cariño que sabe que va a ser pasajero (la maestra buscará el traslado a otro barrio en cuanto pueda), y que nadie más le va a dar. La niña tiene que mantenerse dura para no derrumbarse cuando su madre le desea que le atropelle un camión, ocupa sus manos en hacer bolsitas de plástico para la cocaína como las que ve por todas partes. Otros niños prueban suerte con las apuestas deportivas. Aquí el mar amanece un día de color verde, otro completamente blanco, como si fuera leche. Y después se cubre de peces muertos. El aire se vuelve algunos días irrespirable, y cuando se corre la alarma, las madres se precipitan a sacar a sus hijos de la escuela, aunque en realidad deberían dejarles allí encerrados para que no respiren esa podredumbre. Las fábricas que envenenan el mar y el aire ofrecen a la población a cambio polideportivos, piscinas, equipamientos. Pero, gracias a la Gran Devaluación, hay tanta gente que ha aprendido a odiar profundamente todo lo suyo, que a menudo el barrio aparece destrozado, se llevan los bancos, rompen los espejos, ensucian las calles… Las niñas se hacen mayores, y si vuelven solas a casa se exponen a que se les acerquen solitarios conductores que las confunden con prostitutas. Hay tanta gente sin empleo, y ya sabemos lo insoportable que puede ser ese silencio del paro por las noches, que algunos hasta llegan a creer que tienen que defender por encima de todo a los dueños de esas fábricas que envenenan agua, tierra y aire, y a otras similares, porque son quienes les pueden dar trabajo. Incluso fabrican teorías según las cuales los jefes, que no tienen que trabajar para vivir y dejan que otros trabajen para ellos, son más importantes que los que se ven obligados a trabajar, porque tienen “más responsabilidad”.

En eso, están igual que los que viven enganchados a las fantasmagorías de la tele, sumidos en una profunda confusión. Aquí en el bar, en el arduo esfuerzo de hablar de tanta miseria e injusticia, al menos se alcanza a ver que la realidad está rota. ¿Qué clase de mundo es este en el que uno está rodeado de huertas que dan magníficos frutos, famosos en todo el mundo, pero sabe que nunca los probará, porque se envían a miles de kilómetros? ¿Qué clase de mundo es este en el que una respira basura, come basura, casi tiene que pagar por conseguir un trabajo en el que esclavizarse, y si se queda sin trabajo se enferma de la cabeza?

¿Cómo conseguir no preferir la confusión?

En este bar encontramos a nuestros padres muertos. Ellos, que nos enviaron a la Escuela y al Trabajo. Algunos, como el mío, que tuvieron la posibilidad de mantenernos lo máximo posible en la Escuela, y de protegernos, todo lo que pudieron del miedo al no saber y al no tener. “Estudia, hija, aprovecha que ya tendrás tiempo para trabajar”. En mi caso, el padre pudo conseguir que no tuviéramos que pasar por lo mismo que él: hijo de pobres y encima rojos, se aferró a la idea de “ser buen estudiante” y a las becas, se pasó gran parte de su vida sumido en oposiciones y exámenes tardíos que ahora vuelven en mis sueños, no sabremos nunca el daño que esto pudo hacer a su corazón frágil. Aquí, intentamos aprender de sus muertes y de sus desgracias. El padre al que por ser “de izquierdas” se lo llevaron al servicio militar, luego a la guerra, luego a un batallón de disciplinamiento en África, un total de 6 años de secuestro y penalidades. El que quedó sordo y trabajaba junto a las máquinas más ruidosas, y luego cayó en una depresión profunda y se alcoholizó hasta la muerte. El que fue a la cárcel 8 años por pasar 8 días de huelga en una mina. El que murió de hambre en el exilio en Francia. El que cayó muerto en una manifestación, después de que la crisis hubiera acabado con su intento de abrir una pequeña empresa. “La crisis”. ¿Qué crisis? ¿La del 39, la del 78, la del 2008? ¿Cuándo no ha habido crisis para lxs de abajo?

Sí, aquí, hablando entre personas, hablando de nuestras heridas, es posible ver que la realidad está rota, que algo ha estado y está profundamente quebrado. Y sin embargo… ¿cómo no preferir la confusión?

¿Cómo, en este perverso mundo al revés, no ceder a la tentación de echarnos la culpa a nosotrxs mismxs?

¿O lo que es peor, echársela a los que están peor?

La escucha, la danza y las redes que somos

De nuevo, no parece que sea un qué sino un cómo el que nos puede salvar de esas otras fantasías que ya no son las de la “modernidad europea”, sino las que fácilmente derivan hacia el fascismo (“vienen a quitarnos el trabajo”, “cuando les detienen entran por una puerta y salen por otra”, “roban por vicio”, etc).

En este bar, en “El año del descubrimiento”, percibimos cosas que habitualmente quedarían ocultas. Por ejemplo, ya lo hemos dicho, vemos a la gente que no habla, sino que escucha. La doble pantalla a menudo nos permite esta sencilla pero crucial ampliación visual: plano y contra-plano a la vez, el rostro que habla y el rostro que escucha. Esto, en cierto sentido, lo cambia todo. Porque ese momento habitualmente despreciado de la escucha, esos asentimientos, miradas, esos “sí”, esos “ya”, esos “hmm” que se intercalan en el discurso del otro, merecen aquí nuestra mejor atención, y constituyen un antídoto microscópico pero potente frente a la Gran Devaluación: “Sí, te estoy escuchando, sí, entiendo y siento lo que estás diciendo, sí, compartimos un espacio de inteligibilidad, este espacio es nuestro y en él podemos transformar nuestra percepción y nuestra comprensión del mundo, aunque no estemos de acuerdo”. Todo está dispuesto para que aquí, tanto entre las personas que hablan en el bar, como entre ellas y nosotras, las espectadoras, se articulen relaciones de atención y escucha solida. Aquí no se habla para representar a nadie, aquí no se habla desde la abstracción, sino desde la afectación y la capacidad de afectar. Como explicó Suely Rolnik, si la escucha es profunda, y va más allá de los prejuicios con los que habitualmente nos representamos el mundo, entonces nuestro cuerpo se transforma:

“Por ejemplo, si yo te miro sólo con mi capacidad de percepción lo que veo es una forma que rápidamente asocio con mis representaciones y así puedo ubicarte inmediatamente como: argentino, hijo de desaparecidos, militante de tal grupo, etc. En dos minutos ya estás ahí, fuera de mí. Pero si yo pongo en actividad esa capacidad otra de todos los órganos de sentido, del ojo, del tacto, del olfato, de la escucha, tu presencia viva como conjunto de fuerzas me afecta y pasas a ser una sensación en mi propia textura sensible, como si fueras parte de mi cuerpo. Pero esto no es una metáfora, es real. Todo el tiempo se acumulan sensaciones porque todo el tiempo estás vulnerable al entorno y llega un momento en que toda esa novedad ya no puede ser expresada a través de las representaciones. Esa es la paradoja que te fuerza a crear: uno se siente forzado a expresar lo que ya es una realidad sensible pero que no está todavía actualizada en la realidad concreta”.

Ese hombre que se declara franquista ante la cámara y ante quienes le escuchan en el bar, ese hombre que dice con Franco vivíamos mejor porque los empresarios no se atrevían a despedir a nadie, que admite haber visto cómo la policía le crujía a hostias a un amigo suyo sindicalista sin hacer nada, se convierte en parte de mi cuerpo, su mezcla de desafío y disculpa, su vergüenza mezclada con desprecio, su miedo, pasan a ser sensaciones mías, me afectan. Me cuestionan, no quedo inmune. Lo mismo ocurre con el panadero, su escenificación de la humildad y la derrota, su sonrisa esforzada que más parece al borde del llanto que de la risa, la dureza que camufla el aparentemente inocuo “sueño” de tener una pequeña pensión para este final de su vida, todo eso me atraviesa. O el chico joven, que insiste en que debería volver el servicio militar obligatorio, para que los jóvenes se espabilen y dejen de ser “niños de papá”, su intento de persuasión desarmada rápida y brutalmente por su interlocutor, el deseo que revela la puerilidad de su fantasía de sumisión militar, todo eso forma un bloque de sensaciones que incorporo a mi ser. Por supuesto que “no estoy de acuerdo”. Pero entro en la danza, sigo el ritmo, me dejo sacudir por el miedo, la violencia, la soledad, y en mi se va formando una vibración capaz de transformarlos en otra cosa. Siento la potencia de transformación de esta danza, la bailo junto con otros seres que habitan el mundo de la palabra:

“En la conversación humana, nuestro mundo interior de ideas y conceptos, nuestras emociones y nuestros movimientos corporales, se entremezclan estrechamente en una compleja coreografía de coordinación de comportamientos. El análisis de filmaciones demuestra que cada conversación comprende una danza sutil y casi totalmente inconsciente, en la que la secuencia detallada de los patrones hablados está minuciosamente sincronizada no sólo con los pequeños movimientos del cuerpo del que habla, sino también con los movimientos correspondientes del que escucha. Ambos participantes se hallan unidos en esta precisa secuencia sincronizada de movimientos rítmicos y la coordinación lingüística de sus gestos mutuamente provocados, perdurará mientras prosiga su conversación” (Capra, 299).

En los discursos de desconfianza, de negación de toda solidaridad, de afirmación de la desigualdad, de la autoridad o la sumisión, la forma siempre contradice al contenido, el cómo está en tensión con el qué. Si hablas con otros, si entras en conversación, es porque admites un Común, un espacio de construcción de sentido compartido en el que se activa ese “comunismo cotidiano” del que habló David Graeber, y al que siempre volvemos: esas situaciones de la vida, y la Conversación es una de las principales, en las que se asume que estamos intentando dar “a cada cual según sus necesidades” y tomar “de cada cual según sus capacidades”. Asumo que hay unas palabras que necesitan y pueden ser oídas, presto a su vez mi propia escucha, juntos nos hacemos cargo del bucle de retroalimentación lingüística que estamos construyendo.

“La conversación es un dominio especialmente propenso al comunismo. Mentiras, insultos, humillaciones y otros tipos de agresión verbal son importantes… pero su poder deriva sobre todo de la asunción común de que no debemos actuar así: un insulto no hace daño a menos que uno asuma que el otro debe ser considerado para con nuestros sentimientos, y es imposible mentirle a alguien que no crea que uno dice, habitualmente, la verdad. Cuando realmente deseamos romper relaciones de amistad con alguien, dejamos de hablar por completo” (2014, 127)

“¡A ver si os vais a pelear, hoy!”: incluso en los momentos de mayor tensión, de mayor desacuerdo, lo que se hace evidente es que estamos hablando, que nos estamos entendiendo. Por supuesto que hay rupturas, el mundo capitalista, “moderno” y patriarcal está hecho de ellas, está hecho de guerras, está en guerra él mismo con la Conversación (como sabemos, trata de sustituirla todo el tiempo por fragmentos de sentido ya preparados, listos para se consumidos: fantasías de grandeza, de superioridad o el sádico consuelo del odio hacia los que están “más abajo”). Pero aquí, en este bar, la Conversación impera. Y no es que no esté llena de dificultades. La desconfianza, el aislamiento, la creencia en la propia incapacidad están sembrados por doquier. Pero ahora estamos hablando, ahora no estamos en la Escuela ni en el Trabajo, ahora no estamos escuchando la tele, ahora ni siquiera estamos repitiendo clichés o hablando de “temas” como si fuéramos nosotros mismos tertulianos de la tele (algo que quizás nos pasa cada vez más a menudo). Ahora hablamos de lo que nos importa, de lo que está incrustado en nuestro cuerpo. Y en el gesto de formularlo, de llegar a enunciarlo, de no monopolizar esa capacidad de hablar, sino de invitar a los demás a compartirla, se abre ya un mundo, una potencia. Hemos oído a esa mujer y a su hija, las dos contándole a alguien en la barra (por la manera en que hablan, probablemente a un desconocido), cómo la madre se cayó de bruces sobre una mesa de cristal y se le clavó en el ojo la lente que tenía para las cataratas. Mientras lo cuentan, la pobre mujer no deja de dar mordiscos a algo, con total tranquilidad, y el ojo vendado. El tono de ambas es también de normalidad, dentro de la desgracia, es el otro, el que les escucha, el que se alarma y hace gestos de dolor, porque a él se le clava también un poco la lente cuando se lo cuentan. Y sin embargo, seguro que el ojo de la mujer está un poco mejor, al menos un poquito mejor después de esta pequeña conversación. El científico chileno Humberto Maturana decía que la Conversación es un acto de amor y de lenguajeo, uno de esos actos indispensables para lo que él llamó la “autopoiesis” humana: nuestra fundamental capacidad de “auto-producirnos”, de regenerar constantemente la red de relaciones (celulares, lingüísticas, sociales) que somos.

En cualquier caso, sin duda la conversación más difícil en este bar, es la que intenta entender esas rupturas del Común del sentido que la modernidad capitalista occidental no ha dejado de producir, hasta conseguir crear el mundo absurdo de la Gran Devaluación, un mundo de individuos incapaces de ver la abundancia de esas redes de relaciones que les constituyen. En algunos momentos, esta conversación difícil toma la forma de una discusión sobre la validez o no de los sindicatos, de la huelga, sobre la unión o dispersión de la “clase obrera”. Y entonces, por supuesto aparecen argumentos que son difíciles de combatir: “yo no quiero hacer ninguna huelga porque yo gano mis 1000 euros y con eso tengo para vivir y mi trabajo no vale más que eso”. Uno de los interlocutores sin duda siente la gravedad de la provocación, y se va calentando, llegando al insulto, hablando casi a gritos, recurriendo a varios argumentos, que parecen estrellarse todos sin fortuna contra la pared de roca individualista que ha construido su amigo. “Los sindicatos sí que ayudan, consiguieron muchos derechos sociales que ahora disfrutamos nosotros” –sabemos, sin embargo, que para la mayoría, incluyendo probablemente casi todos los presentes, eso no es así, la precariedad es su realidad. “Es que la gente solo quiere su tablet y su Instagram, no hay conciencia de clase”, quizás, pero ¿la gente no somos también nosotros? “Los que tienen educación, una carrera, como este que está aquí aguantando el micro, deberían cobrar más de lo que cobran” –bien, pero entonces, ¿los que no tienen “educación”, no deberían?

Tal vez el momento en que está más cerca de romper la pared, y, significativamente también es el momento en el que la Conversación está también a punto de romperse, cuando aparece un tono agrio y hasta podría pensarse que uno de los dos podría levantarse y marcharse de repente, tal vez ese momento de lucidez sucede cuando dice: “si tú realmente no valoras tu trabajo… ese es el problema”. ¿No podemos oír aquí, una vez más, la voz del cómo en el qué? ¿No podemos entender esta recriminación como un lamento por lo difícil que se ha vuelto hacer eso que están justamente haciendo ahora mismo: partir de sí mismos y de sus capacidades puestas en Común en la Conversación para intentar decidir juntos cuál es el valor de las cosas, sin que otros lo decidan por ellos? El problema quizás no es tanto que el joven que asume el rol de individualista, con animo provocador, no valore su trabajo, sino que no haya un espacio autónomo lo suficientemente fuerte como para poder realizar esa valoración desde las redes de relaciones a las que se debe (y no desde la lógica del dinero que, como afirmó David Harvey, pretende imponerse como la medida de todo valor social en el capitalismo).

Esas redes de relaciones han sido borradas, particularmente las que se comprendieron en términos de “clase obrera”. Vemos ruinas, oímos manifestaciones, disturbios. ¿Estamos en 1992 o en 2020? Suenan las noticias: hablan sobre altercados en Cartagena, sobre Boris Ieltsin, sobre la guerrilla en El Salvador. El pasado está en el presente en este bar, mientras se pueda recomponer esa memoria desde la autonomía de la Conversación entre iguales.

Final: otro sueño.

Y ese es mi “sueño”. Un sueño que no es de los de cuando estás durmiendo, sino un deseo, una visión, casi. Entrar en ese bar, “El año del Descubrimiento” y que en él sea siempre 1992. Pero no el 1992 de los Juegos Olímpicos y de la Expo, ni el de la celebración del genocidio colonial en América. Sino el 1992 en el que el sur de Los Ángeles se rebelaba contra la policía estructuralmente racista, después de que circulara el video de la paliza que cuatro agentes blancos le dieron al taxista negro Rodney King, posteriormente absueltos. No el 1992 en el que se suponía que “el fin de la Historia” había llegado con la victoria aplastante del neoliberalismo global, y el eje Reagan-Thatcher declaraba la inexistencia de las redes ontológicas que vinculan a los individuos entre sí. No ese ‘92, sino el de la resistencia del pueblo de Nagorno-Kharabaj frente a la invasión del ejército de Azerbayán apoyado por Turquía, que intentaba continuar ese intento de eliminación de un pueblo de la faz de la Tierra que precedió y en parte inspiró al Holocausto, el genocidio Armenio. En este bar es siempre el ’92 en el que en Cartagena, mientras se suponía que “España estaba de celebración”, la gente explotaba de rabia y salía a la calle en manifestaciones diarias, y para quebrar la absoluta indiferencia de los políticos frente a la pérdida masiva de empleos, terminaba por quemar el parlamento regional en una batalla campal con la policía. Mientras los Juegos Olímpicos, la Expo y el Quinto Centenario desviaban la atención de tantos, justo en ese año que se recuerda como el epítome del éxito español, la apoteosis del consenso y de la “modernidad”, apagados ya los últimos fuegos de la Transición, muy lejos todavía e impensables los que encendería la crisis del 2008, eso estaba ocurriendo en Cartagena. Pero, ¿quién se acuerda? Haced la prueba, preguntad a vuestro alrededor. Incluso el propio relato oficial de la Izquierda considera finiquitado a principios de los ’90 el ciclo de luchas obreras que habría puesto en jaque al capital desde los ’60 a los ’80, no solo en España, sino en el mundo, y teniendo al Sur de Europa como uno de los lugares de máxima expresión de estas luchas, que finalmente sería derrotadas.

¿Se trata entonces de un episodio tardío, de una anomalía? ¿Estamos ante un espejismo? ¿Somos incapaces de aceptar la derrota y nos aferramos a un levantamiento anecdótico, efímero y olvidado? Fuera en la calle, suena el murmullo de la mañana de un día cualquiera, un día de trabajo, las ruedas de los coches y la maquinaria del Tener-Que-Hacer, imparables: el imperio del reloj, el dinero y la normalidad. Aquí no pasa nada, nunca pasa nada. Quizás hubo tiempos en los que pasaron cosas, pero quién se acuerda de eso, y qué más da. Sin embargo, uno abre la puerta de ese bar discreto, que podría estar en cualquier ciudad de provincias, y si se queda lo suficiente y observa con atención, descubre una interminable sucesión de gestos, manos que se alzan al aire a la par que las cejas, pidiendo un momento de pausa ante algo indignante o increíble, dedos que se apuntan al propio pecho una y otra vez para dejar claro que quienes les traicionaron se suponía que eran “de los nuestros”, una mirada fija que aguanta sin parpadear el dolor de un recuerdo lacerante, un asentimiento y una sonrisa cómplice, una impaciencia por meter baza cuando la charla se anima, dos, tres voces que se solapan y se hacen ininteligibles, pero comparten el mismo tono, los pinchos de tortilla van y vienen, las cañas, los cafés, los cigarros, un carrusel descontrolado al que queremos añadir aún más palabras, gestos, las mil invenciones en el hablar, las pragmáticas, las retóricas, los juegos en el ritmo, en el tono, en el léxico, la ironía (“el pobre Javier de la Rosa estaba muy malico y quería que lo sacaran de la cárcel”), la parodia (“a mí como soy clase media no me afectan los recortes”), las maravillosas vocales abiertas murcianas, las pausas, las melodías, pequeñas cancioncitas que se deslizan en medio de una frase, el silencio de los que escuchan, o de los que digieren lentamente y en solitario pasadas conversaciones mientras encienden otro pitillo.

¿Cómo que aquí no pasa nada? Lo que pasa es que este bar es una máquina de tejer Conversación con el lenguajeo popular y en el tejer aparece toda la otra parte del iceberg, la que estaba bajo el océano, la que explica pacientemente no sólo por qué estallaron en 1992 las gentes de Cartagena, sino cómo se alimentan los espacios  autónomos de construcción y transmisión de sentido sin los cuáles estallidos de rabia popular como esos quedarían olvidados, incomprendidos, ininteligibles. Aquí, en este bar, siempre es ese otro 1992 porque siempre es el tiempo de la revuelta, y el tiempo de la revuelta lo debe casi todo al tiempo de la Conversación, porque en él los de abajo hacen con sus bocas y laringes, y con todo su cuerpo, algo que es muy difícil de impedir por el poder, que es danzar al son de su propio discurso, retomarlo cotidianamente, rearmarlo con las ruinas dejadas por tantas violencias. O es que en Chiapas, en 1992, ¿tampoco estaba pasando nada? Dos años después lo íbamos a saber, aún no alcanzamos a imaginar la riqueza de la multitud de conversaciones que durante años y años de encuentros entre izquierdistas citadinos e indígenas chiapanecos pudieron llevar a algo tan improbable como el neo-zapatismo.

Nos tiene el lenguaje y eso, quizás contra-intuitivamente, es liberador. Porque el Trabajo sí, nos encadena a un objetivo, la Escuela, también, por supuesto, incluso la Política (mientras la entendamos como reino de la acción), nos ata a algo que conseguir después, ulteriormente, a la rueda del Tener-Que-Hacer. Pero el lenguaje está sucediendo aquí y ahora, lenguajeamos, somos capaces de ello, aunque haya miles de dispositivos que traten de convencernos de lo contrario, de incapacitarnos y de hacernos regurgitar Contenidos ready-made, pre-cocinados, o de invalidar ese aquí y ahora del lenguaje para convertirlo en instrumento de la lógica de la Promesa, que siempre reenvía el sentido a un futuro que no existe. Aquí, en “El año del descubrimiento”, descubrimos con solo abrir la puerta y quedarnos a ver y escuchar, que la potencia del lenguaje nadie nos la puede quitar, porque no la tenemos, sino que nos tiene, que está potencia sobrevuela los tiempos, los conecta en constelaciones que convierten la línea en espiral, que no podemos “perder un año” porque hay una dimensión del tiempo en la que nada se pierde, en la que los 500 de genocidio y colonización no han “pasado” sino que están aquí, el pasado está en el presente, y esa es nuestra gran oportunidad de transformarlo.

A algunos amigos les gusta citar la frase del sociólogo Jesús Ibañez, “la revolución es, en cierto sentido, una inmensa conversación” (73). El sueño sería tal vez, entonces, el de una Casa de la Conversación, siempre abierta, en la que pudiéramos entrar en cualquier momento para descubrir con otros que el sentido de lo que nos pasa no deja de construirse una y otra vez por abajo, en el espacio de la capacidad de afectar, en el espacio de la intensidad lingüística compartida, y no en el de los clichés, ni en el de la representación, ni en el del espectáculo.

Ese es mi sueño, ya que me lo has preguntado. Me gustaría cuidar esa Casa, quiero entrar a tomar algo en ella, quiero volver a ver una y otra vez esta película.

¿Me acompañas?


BIBLIOGRAFIA

Capra, Fritjof. La Trama de la vida. Una nueva perspectiva de los sistemas vivos. Barcelona: Anagrama, 1996.

Colectivo Situaciones. “Entrevista a Suely Rolnik”. Revista La Vaca (online) 16-9-2006.

Deleuze, Gilles y Guattari, Félix. Mil Mesetas: Capitalismo y Esquizofrenia. Valencia: Pre-Textos, (segunda edición revisada) 2020.

Fernández-Savater, Amador. La fuerza de los débiles. El 15M en el laberinto español. Un ensayo sobre la eficacia política. Madrid: Akal, 2021.

Graeber, David. En deuda. Una historia alternativa de la economía. Madrid: Ariel, 2014.

            – Bullshit Jobs: A Theory. London: Simon & Schuster, 2018.

Grajeda, David. Las organizaciones sociales como redes de conversaciones. Una opción para la reconexión de la vida social con sus fundamentos originales y su entorno natural y cósmico. Universidad de la Salle de Costa Rica, 2006.

Ibáñez, Jesús. El regreso del sujeto: La investigación social de segundo orden. Madrid: Siglo XXI, 1991.

López Carrasco, Luis. El año del descubrimiento. (film) La Cima Producciones, 2020.

            – El futuro. (film) De Sosa, 2013.

Marsé, Juan. Un día volveré. Esplugues de Llobregat (Barcelona): Plaza & Janés, 1982.

Maturana, Humberto y Varela, Francisco. El Árbol del Conocimiento. Las Bases Biológicas del Entendimiento Humano. Argentina: Lumen, 2003.

Sukarieh, Mayssoun. “Decolonizing Education, a View from Palestine: An Interview with Munir Fasheh”. International Studies in Sociology of Education, v28 n2 (2019): 186-199.


[1] Este texto tiene una licencia Creative Commons Attribution 4.0 International License.

[2] “Las conversaciones son la forma original de organización social de la vida humana. Los

primeros antecedentes de las familias humanas surgieron en la historia evolutiva cuando

las conversaciones se establecieron como el modo de vida social de los humanos. Esto

se produjo cuando las conversaciones fueron conservadas y aprendidas, generación tras

generación, como el modo cotidiano de vivir en sociedad de las familias humanas. Así,

las conversaciones son las primeras formas de organización social de convivencia

humana” (Grajeda, 46)

[3] “Si invocamos un dualismo es para recusar otro. Si recurrimos a un dualismo

de modelos es para llegar a un proceso que recusan a cualquier modelo. Siempre

se necesitan correctores cerebrales para deshacer los dualismos que no hemos

querido hacer, pero por los que necesariamente pasamos. Lograr la fórmula mágica

que todos buscamos: PLURALISMO = MONISMO, pasando por todos los dualismos

que son el enemigo, pero un enemigo absolutamente necesario, el mueble que

continuamente desplazamos” (25)

[4] Ver Bullshit Jobs, A Theory, de David Graeber.

Si no nos contamos, nos cuentan. Una ficción sobre los legados de la crisis de 2008.

(Este texto ha sido publicado en inglés en la revista boundary 2)

“Justo por la dureza que aprecio en la existencia, espanto la mezquindad y la mejor forma que he encontrado es celebrando la abundancia. Reconozco abundancia en la riqueza que da el lenguaje a la vida cuando la comporta. Lo olvidamos, pero el lenguaje es un comportamiento humano, una vida viviéndose.”

                                                      Eva Fernández (2017)

“¿Qué fue de la generación de la crisis? Coordenadas económicas, políticas y existenciales de la llamada “generación perdida”, una década después”

(artículo publicado por Ernesto Freire en la revista Al fondo a la izquierda)

En este breve artículo me propongo aportar algunas ideas provisionales para comprender la evolución de la que se ha llamado “generación de la crisis” o “generación perdida” en el estado español, desde el momento del inicio de la gran recesión global de 2008 hasta el presente. Particularmente, quisiera ofrecer elementos para un mapeo de la situación actual de esta generación, cuya marca definitoria es el haber sufrido un fuerte golpe a sus expectativas vitales, del cual -lo adelanto ya-, dista mucho de haberse recuperado. Mi intención, en cualquier caso, es manejar una concepción muy amplia e inclusiva de dicha generación, partiendo de la idea básica de que la inmensa mayoría de la población del estado español sufrió el impacto negativo de la crisis. De este modo, si bien es cierto que la llamada “generación perdida” en sentido restringido estaría quizás formada por quienes tenían de 18 a 35 en los momentos más duros de la crisis (justo cuando estaban tratando de acceder a un empleo o de consolidarse en su vida laboral), resultaría sin duda insensato pensar que tanto sus mayores como sus menores hubieran salido indemnes de la recesión. En este sentido, llevando el argumento al extremo, reflexionar sobre la “generación de la crisis” es necesariamente hacerlo sobre una realidad mucho más amplia, a la que podríamos llamar simplemente “la España de la crisis”. Una realidad que, digan lo que digan los indicadores macro-económicos, sigue existiendo hoy.

Por otro lado -sería absurdo no admitirlo-, la España de la crisis ha cambiado en estos últimos años. Como es sabido, y especialmente a partir de 2015-2016, algunos de los efectos más extremos del hundimiento económico (entre ellos, prominentemente, la dificultad para encontrar trabajo asalariado) se han ido atenuando progresivamente. Sin embargo, me parece que es fundamental entender esa relativa y modesta mejora de la situación económica en paralelo a un proceso psicológico colectivo que, sin duda, es difícil de cifrar, pero que no por ello tiene menor relevancia: me refiero al proceso de paulatina “normalización” de situaciones vitales que antes de 2008 su hubieran considerado inaceptables, o cuando menos fuera de lo ordinario. Sencillamente, ha habido una generalizada “bajada de expectativas”, se ha construido una especie de “nueva normalidad” en un plazo muy corto de tiempo.

Mediante una especie de gran mecanismo de defensa colectivo, que por lo demás no ha dejado de ser alentado indirectamente por las élites económicas a quienes conviene, la población afectada por la creciente precariedad laboral, por el estancamiento de los sueldos y la subida de los precios, por las constantes dificultades para acceder a una vivienda digna, y por los persistentes recortes de presupuesto público para servicios sociales (sanidad, educación, dependencia, pensiones, etc), es decir, la inmensa mayoría de la población del estado español, ha recurrido –de manera relativamente inconsciente- a una mezcla de resignación, olvido, adaptación, miedo, distracción y afán de supervivencia que ha hecho posible esta “nueva normalidad”.

Para tratar de iluminar en qué consiste dicha “nueva normalidad”, especialmente para los miembros de la llamada “generación perdida”, y por supuesto sin pretensión alguna de exhaustividad, voy a utilizar en este artículo un recurso un tanto atípico: el de poner como ejemplo a una persona real, y a su entorno familiar y social. Esto me permitirá escapar a la rigidez de la mirada macro-económica o macro-social que, como ya anticipaba, no resulta suficiente para entender la especificidad de cambios en la percepción colectiva y en las formas de vida tan importantes como los que se han producido en los últimos años en el estado español.

La persona real que nos guiará por los ambiguos caminos de la “crisis permanente y normalizada” en España es, de hecho, un amigo mío, alguien a quien conozco muy bien. Su nombre es Martín Valera, tiene 41 años, está casado, es licenciado en trabajo social, tiene un hijo de 5 años y vive en las afueras de una gran ciudad. En 2008, cuando los índices de desempleo subían ya vertiginosamente desde un 8,5% a un alarmante 17,24% (tocarían techo en 2013 con un desastroso 27%), Martín perdía el que había sido su trabajo durante los últimos 3 años, un puesto relativamente cómodo como administrativo y gerente en una pequeña empresa de fontanería, por el que llegó a cobrar algo menos de 1.000 euros. Pertenecía por tanto a esos 11 millones de asalariados (el 58% del total) para quienes se acuñó el termino de “mileuristas”, que en aquel momento tenía una connotación negativa, aunque muy pronto la de “mileurista” se volvería una condición utópica y anhelada para muchas personas, incluido el propio Martín.[1] Su jefe, con quien tenía una buena relación, le explicó que de un día para otro tenía que empezar a ayudar a su hija mayor con la hipoteca de un piso (que ella ya no podía pagar), y que, además, dado el descenso drástico de clientes de la empresa, se veía obligado a despedirlo. Martín y su esposa, Elia, tuvieron que abandonar su apartamento de alquiler en el centro de la ciudad, y se mudaron a uno más barato en las afueras. También decidieron posponer su plan de tener un hijo. Tenían en ese momento 30 y 32 años, respectivamente. Elia, licenciada en empresariales, trabajaba a tiempo parcial en una cafetería y daba clases privadas de repaso escolar a niños, y sus ingresos eran aproximadamente de unos 400 euros al mes.

 (documento de Word escrito por Martín Valera en su ordenador personal)

Cuando Ernesto me dijo el otro día que iba a escribir un artículo basado en mí, me puse a pensar qué diría yo si tuviera que escribir algo sobre mí. Joder, ¿tan normal soy? Y me puse a pensar. Y me he puesto a escribir. Me siento un poco ridículo. Pero yo tenía un diario, años me pasé escribiendo en ese diario de tapas azules, con boli bic, en una letra que casi ya no entiendo. Desahogos y berrinches varios de juventud. También algunos cuentos. Quería ser escritor. Ahora, con el teclado, voy más rápido que con el boli y puedo escribir sin pensar tanto. Voy a toda hostia, de hecho. Me he curtido metiendo datos de los clientes en el Sistema y haciendo albaranes.

En casa, por la noche, sigo tecleando. Estamos aquí, los dos medio zombis, cada uno en su ordenador y cayéndonos de sueño, el niño por fin ya acostado. Elia contestando a sus emails, yo a los míos. Y ahora escribiendo esto.

Elia, al fin y al cabo, también escribe. O eso creo. Cuando murió su madre me contó que tenía una necesidad brutal de escribir, y empezó una especie de infinita carta a Félix, que probablemente todavía continúa, porque decía que así cuando el niño fuera mayor podría saber qué es lo que nos pasaba por la cabeza, en qué andábamos durante sus primeros años de vida. Quiénes éramos sus padres. Porque ella ya no tenía la voz de su madre. Literalmente, no tenemos  grabaciones de su voz. Había unos mensajes en el contestador del teléfono fijo que usábamos entonces. Un día se desenchufó y se borraron, y ella lloró con desesperación. Sólo ahora lo entiendo. Sí, ahora que yo también tengo miedo de perder para siempre la voz de mi padre.

Así, pues Martín y Elia, como muchos otros integrantes de la “generación de la crisis”, se encontraron alrededor de 2008 experimentando un profundo vuelco a sus vidas en el presente, y un cambio drástico en sus expectativas de futuro. Luchando mes a mes por cubrir sus gastos esenciales con los 400 euros al mes de Elia y el subsidio de desempleo de Martín, tuvieron que pedir ayuda económica a sus padres en más de una ocasión. El padre de Elia, hoy viudo, funcionario de correos, y su madre, que era ama de casa, tenían sus propios problemas económicos. Pero los padres de Martín, dueños de un modesto comercio de ultramarinos, vendieron un pequeño local que usaban como almacén para poder ayudar a su hijo. Como es bien sabido, este tipo de situaciones han sido recurrentes durante a la crisis: las muchas formas de apoyo familiar (desde el compartir la pensión de la abuela hasta el cuidado de los niños cuando no se puede pagar guardería, o incluso la reagrupación familiar bajo un mismo techo, pasando por infinidad de otras) son las que han ofrecido el colchón capaz de aliviar situaciones difíciles creadas por la disminución repentina del poder adquisitivo de gran parte de la población, y especialmente de los jóvenes y las personas de mediana edad.

A partir de este momento, comienza una década de profunda incertidumbre para Martín y el resto de su generación. Los primeros años son, sin duda, los peores. Muchos jóvenes y no tan jóvenes que, como Martín, habían perdido su empleo repentinamente, se encuentran con grandes dificultades para encontrar otro. Resulta difícil incluso acceder a empleos extraordinariamente precarios, eventuales, mal pagados, sin ningún tipo de seguridad laboral. Hasta el tipo de trabajos que la mayoría de la población laboral percibía como “último recurso”, escasean. La gran burbuja inmobiliaria cae en picado y con ella la enorme cantidad de salarios asociados directa o indirectamente a la construcción, y a su sector hermano, el turismo. Como ha sido ya suficientemente analizado, la quiebra de las peligrosas operaciones de especulación inmobiliaria que Wall Street llevaba años realizando, afecta especialmente a un estado español fuertemente dependiente, ya desde tiempos de la “modernización” franquista, de tres principales fuentes económicas: la construcción, el turismo y, precisamente, la especulación inmobiliaria.

Pero no nos engañemos: la dureza de la crisis económica en el estado español no se debe a ningún tipo de anomalía o particularidad nacional, sino al funcionamiento estructural del capitalismo (que se encuentra ahora en su fase neoliberal). Según han explicado desde el pensamiento eco-feminista autoras como Silvia Federici (2010), Amaia Pérez Orozco (2014) o Yayo Herrero (2016), el capitalismo (como una pieza esencial del sistema socio-económico en el que vivimos, caracterizado también por ser hetero-patriarcal, (neo)colonialista, racista y antropocéntrico), constantemente va a tratar de incrementar beneficios, y eso es incompatible con los procesos necesarios para sostener la vida. El capital invierte (en producción de mercancías, en distribución, y, desde los años 70, sobre todo en especulación financiera) porque espera mayores ganancias. Para obtenerlas, no sólo entra en conflicto con el trabajo asalariado del que se aprovecha, como decía el marxismo clásico, sino también con la vida, en tanto que la vida requiere de un constante proceso de sostenimiento (cuidados del cuerpo, emocionales y del planeta) que no es rentable para el capital. Algunas facetas del sostenimiento de algunas vidas en concreto sí pueden resultar rentables, pero nunca todas las facetas ni todas las vidas. El capitalismo funciona estructuralmente separando vidas que le merece la pena sostener porque van a producir más capital, frente a otras que deshecha, condenándolas a la pobreza y, en último término a la muerte.

Para el caso español, el plan de las élites neoliberales en las últimas décadas fue confirmar la función periférica y frágil de la economía ibérica en el mapa internacional, (que ya el franquismo había instituido). España debía asumir su posición como espacio para el turismo y la especulación inmobiliaria y financiera. Como han explicado detalladamente desde la sociología y la economía política Isidro López y Emmanuel Rodríguez (2010, 2011), la crisis de 2008 fue una manera contundente y violenta de ratificar esa posición marginal y de llevarla unos pasos más allá, mediante una precarización general de las clases medias (socialización de las pérdidas del capital a través de “rescates” a las entidades financieras, endeudamiento público, “austeridad”, etc). Pero, insisto, no nos engañemos: la violencia del ataque neoliberal hacia los habitantes del estado español, no tiene nada que ver con dinámicas específicas nacionales. Obviamente, estas cosas han pasado en muchos lugares. Simplemente forman parte de la violencia estructural del capitalismo, que funciona creando constantemente centros y periferias (es decir: desigualdad) en todas partes. Vidas rentables y vidas descartables.  

Hacia 2014, la tasa de suicidios había aumentado ya un 20% en España.[2]

El niño ha dormido fatal esta noche, se ha despertado muchas veces, con fiebre y muchos mocos, no podía respirar bien, no hemos dormido casi nada. Así que me he pasado todo el día medio grogui en el curro y al final estaba tan hecho polvo que en la hora de la comida me he escapado rápidamente en coche al hospital, y me he echado una siesta en la butaca esa que hay en la habitación de mi padre, que si la reclinas y le sacas el reposapiés no está nada mal. Me había puesto la alarma en el reloj pero me he dormido tan profundamente que no la he oído, me he despertado muy aturdido y he llegado tarde al trabajo. El jefe me ha echado la bronca, pero estaba tan embotado que casi ni me he dado cuenta.

Un sueño muy raro. Yo no sabía quién era, ni dónde estaba. Me sentía completamente perdido. Lo único que sabía es que tenía que hacer algo urgentemente, algo importante, que se me había olvidado. Tenía que averiguar qué era. Y hacerlo. Caminaba por unos pasillos de un edificio claustrofóbico, me perdía entre puertas iguales, túneles, salidas falsas. Pero eso no fue lo peor. Lo peor fue que cuando me desperté, durante unos minutos, todavía seguía igual: no conseguía recordar quién era ni dónde estaba. Todo el santo día ando con esa sensación de descoloque.

En marzo de 2015 el Banco Central Europeo empezó a imprimir euros masivamente y a usarlos para aliviar el endeudamiento de los países europeos respecto a la banca. Esta técnica financiera, conocida como “Expansión Cuantitativa” está llegando ahora a sus fases finales, pero ha cumplido la función de “ganar tiempo” que el BCE esperaba de ella. Ha inyectado dinero en la economía y ha hecho que, como adelantábamos, algunos de los aspectos más catastróficos de la crisis se atenúen. Pero, cabe preguntarse: ¿ganar tiempo frente a qué, exactamente? No parece demasiado arriesgado decir, que entre otros posibles factores, el BCE ha tratado de apaciguar a una ciudadanía movilizada en las calles y en las instituciones, que empezaba a acceder a cuotas significativas de poder (en Grecia con Syriza y en España a través de las elecciones municipales de 2015, justo el año en el que el BCE toma estas medidas).[3]

En efecto, la “nueva normalidad” en la que estamos asentados hoy en día no se entiende si no se tienen en cuenta ambos procesos: por un lado la movilización ciudadana a partir de 2011, y por otro, las medidas que las élites políticas y financieras han tomado para poner parches a las causas de la indignación, sin una verdadera voluntad de transformarlas. Mi hipótesis sobre el primero de estos procesos, a este respecto, es que el intenso ciclo de movilización (desde el movimiento 15M, pasando por las mareas en defensa de los servicios públicos y los movimientos por el derecho a la vivienda, por citar solo los puntales de una politización social amplísima), ha producido un efecto por un lado -sin duda-, ilusionante, pero también -a la larga-, de desgaste. A pesar de las pequeñas victorias conseguidas por el camino, la indignación y la esperanza se han ido erosionando conforme se ha visto lo difícil que es cambiar los aspectos estructurales del sistema socio-económico hegemónico. Estos aspectos, como por ejemplo, la subida del precio de la vivienda, que estamos viendo repetirse, la precarización constante del trabajo o la persistente fragilidad de los servicios públicos, se perciben ahora ya no tanto como parte de esa “gran estafa”, “golpe de estado financiero” o “error en el sistema” que sirvieron como nombres que la indignación dio a la crisis en 2011, sino, más bien, precisamente como realidades que han sobrevivido casi invariables a un largo ciclo de movilizaciones (incluyendo, como señalaré enseguida, el “asalto institucional”), y que, de alguna manera, se han ganado así, con el paso del tiempo y la naturalización de cierta impotencia, un estatus de “normalidad” irrefutable.

Normalidad injusta y dura de soportar, sin duda, pero normalidad, y ya no escándalo.

Vaya día ayer. Primero, que había dormido fatal. Otra vez con sueños raros. Que si sueño que no sé quien soy, que si hablo y la gente no me oye cuando hablo, que si no me ven aunque esté delante de sus ojos. Unas paranoias. Bueno, pues me fui al curro mal dormido. Y luego a media mañana me llamaron de la escuela para que fuera a buscar a Félix, no conseguí entender por teléfono muy bien lo que le pasaba, solo que le sangraba la nariz. Así que me fui corriendo para allá, con la inquietud de no saber. Llego y me lo encuentro al pobre hecho un cuadro, la camiseta llena de sangre y sin parar de llorar y moquear, y aún más cuando me vio. Lo tenían en secretaría con el conserje, porque la enfermera lleva meses de baja y nadie la ha sustituido, vete a saber cuánto rato llevaba allí el pobre crío, y encima el conserje poniéndome mala cara y diciéndome que este niño nos ha puesto la oficina perdida. Se ve que estuvieron llamando mucho rato al teléfono de Elia, pero lo tenía sin sonido y no se dio cuenta (como siempre). Entonces, resulta que mi número no lo encontraban por ninguna parte, y debieron tardar en encontrarlo. Félix estaba muy asustado. Yo en lugar de intentar calmarlo, joder, ahora lo pienso, casi acabé pagándola con él. El nerviosismo y el cabreo que traía con el conserje, digo. Que entiendo que esté amargado el hombre porque le paguen una mierda y encima el tipo es manco, y tiene que estar haciendo secretaría, fotocopias, el teléfono, enfermería y jardinería, y hasta reparaciones de la calefacción. Pero yo no tengo la culpa.

Total que a Félix no le pasaba nada. Solo el susto. Pero me lo tuve que llevar al trabajo, no había forma de consolarlo, encima yo le solté un grito porque había manchado el coche con el pañuelo lleno de sangre. Y claro, estaba por ahí el jefe y su sobrino, de palique con dos clientes, de esos que se apalancan allí a pasar las horas muertas, y ya no encontraron mejor tema. Que si vaya este niño, pero qué llorón nos ha salido. Que si pero dónde está la mamá de este niño, si se puede saber. Y que es que hoy en día los crían muy blandengues a los niños, si me lo llevaba yo a la obra ya verías como lo espabilaba en dos minutos…

Menos mal que no sabían que en el cole solo juega con niñas y en casa con muñecas, si no ya hubiera sido el gran festival del humor. La hostia, vamos.

Pues bueno, que ya me pasé el día medio nervioso, porque no había manera de hacer nada con Félix allí, que no quería irse a jugar al almacén, tenía que estar pegado a mí todo el rato. Cuando por fin salimos, yo ya estaba muy cansado y no me apetecía hacer el plan que tenía de llevarlo a cenar pizza con un amiguito del barrio. Le había dicho a Elia que esta semana no se preocupara de nada, que como tienen mucho jaleo con lo de preparar el 8M, que yo me ocupo de Félix y que tranquila. Me apetecía aprovechar y hacer planes chulos con el nene, pasar más tiempo con él. Y también, la verdad, me apetece que Elia vea que me las arreglo estupendamente con Félix, que no tiene que andar preocupándose porque el niño no coma bien o cosas de esas.

Pues bueno, con el cansancio y la mala hostia ayer empezamos la semana de coña: cenando restos recalentados que había por la nevera y viendo la tele (Félix con décimas). Entre dichos restos, un tomate frito que debía estar pasado y que nos ha tenido hoy todo el día a los dos en casa bien cerquita de la taza del wáter, y sin ir a la escuela ni al trabajo.

También nuestro Martín Valera se contagió de la ilusión y la movilización de 2011. Formó parte del 80% de la población que veía con buenos ojos al movimiento 15M y también de los 3 millones de personas que participaron directamente en la versión ibérica del movimiento de las plazas, que pronto recorrería el mundo, de Tahir a Wall Street, de Sao Paulo a Taksim. Como muchos participantes del 15M, Martín apenas se había involucrado en política anteriormente. Junto con su esposa, amigos y algunos familiares, acudió asiduamente al campamento en la plaza de su ciudad, y participó en asambleas y comisiones. Ayudó incluso a parar algún desahucio, convocado por la PAH. Sin embargo, alrededor de 2014 dejó paulatinamente de frecuentar manifestaciones y reuniones de grupos activistas, aunque siguió vinculado afectivamente a algunos amigos que había conocido en la plaza. Es preciso indicar, para ser justos, que en 2013 Martín y Elia decidieron recuperar su antiguo plan de tener un hijo, para lo cual ahora, contando Elia ya con 37 años, tuvieron que utilizar técnicas de reproducción asistida (que pagaron los padres de Martín con lo último que les quedaba de la venta del almacén). Su hijo, Félix nació en diciembre de ese mismo año. Su crianza fue una razón de peso más para limitar su participación en redes de activismo.

Por otro lado, para entonces, Martín había comenzado a hacer otra cosa que nunca había hecho antes: seguir con interés las noticias sobre política española en la televisión. Le interesaba ver qué pasaba con Podemos. Pronto ese tema se convertiría en uno de los favoritos en las conversaciones interminables que se formaban entre los empleados y algún cliente de la tienda de bricolaje de gran superficie en la que, desde 2015, Marín había empezado a trabajar como vendedor, por mediación de su antiguo jefe. Éste, de hecho, volvió a darle trabajo también en su negocio de fontanería, aunque esta vez a tiempo parcial (Martín aprovechaba fines de semana y alguna noche) y sin contrato. Entre los dos trabajos ganaba ahora 640 euros al mes.

Otro sueño: me llaman otra vez de la escuela, el conserje manco malaleche. Otra vez voy con el coche perdido por calles que no reconozco (y encima conduciendo desde el asiento de atrás, típico en mis sueños), intentando aparcar pero no hay sitio, y las calles se convierten en caminos de tierra, y los caminos me llevan lejos y más lejos de la escuela. La misma sensación de siempre de que hay algo que tengo que hacer urgentemente y que no se me puede olvidar, pero por lo menos esta vez creo que sí que sé que es: ir a buscar a Félix, claro. Si hay algo que tengo que hacer en la vida, es eso. No dejarle solo al chiquillo. Así que por fin consigo aparcar en un descampado, lejísimos, y me pongo a correr con todas mis fuerzas porque voy tarde, y venga kilómetros hasta que por fin llego a la escuela, jadeando, pero cuando llego está todo atestado de niños, riadas de niños por los pasillos, y no encuentro a Félix, tengo que agacharme porque no les veo bien las caras, pero ninguno es él. Así un buen rato, hasta que viene una maestra, y muy amablemente me dice: “no, señor, su hijo no esta aquí con los niños, a su hijo tiene que buscarlo allí”. Y me señala una habitación llena de niñas, en la que, efectivamente, está Félix sonriéndome de oreja a oreja. Y Félix es también una niña.

Pero cuando lo veo (o la veo), no siento ninguna sorpresa ni tampoco ningún alivio, sino impaciencia, porque me doy cuenta de que esa cosa que tenía que hacer urgentemente y que no puedo recordar, tampoco era ir a buscarle. Y ahí me despierto, con la ansiedad.

Por la tarde me fui a ver a Pepe para invitarle a una cerveza y de paso preguntarle si podía quedarse con Félix el viernes por la noche. Su compañera, Andrea, también está a tope en lo del 8M, y él anda un poco como yo estos días, de culo con sus dos niñas. Asegurarse de que hagan los deberes, de que coman, que lleven suficiente ropa, se cambien los calcetines mojados si llueve, que no vean demasiada tele, conseguir llegar a tiempo a la escuela cada día, quedar con otros padres para un cumpleaños, estar pendiente del teléfono por si te llaman de la escuela, recogerlas, tener preparada la merienda porque salen con hambre canina, hacerles la cena, leerles un cuento en la cama, que se bañen, que se laven los dientes, que no se vayan demasiado tarde a dormir y que se acuerden de hacer pis antes de acostarse. Cuando Félix ya duerme, llenar de agua con sal el humidificador para que respire bien. Y si se le nota respirar con demasiado esfuerzo, ponerle la mascarilla con el vaporizador de Albuterol. En medio de todo eso, responder a las miles de preguntas que me hace, porque prometí antes de tenerlo que nunca le dejaría una pregunta sin responder. Aunque no sepa la respuesta. Papá, ¿cuándo me muera en qué me voy a convertir?, papá, ¿aquí no va a haber una guerra, no?, papá, ¿cuántas palabrotas existen?

Rendido, a las once y media de la noche me consigo sentar por fin, después de dejar la cocina recogida y la ropa y la mochila de mañana preparadas. Cuando voy a abrir maquinalmente el ordenador, se oye la puerta de casa. Elia entra con su mejor sonrisa. Sus mejillas encendidas son las que teníamos los dos en 2011, cuando lo de las plazas. Me empieza a contar, abrimos un vino, me contagia su alegría, no para de hablar de sus nuevas amigas del grupo feminista. Me habla de lo fácil que resulta todo cuando no hay hombres, de lo fácil que le resulta hablar, a ella, que siempre le costaba tanto hablar en público. Está radiante. Me dice también que ha pasado por el hospital a ver a mi padre y lo ha encontrado mucho mejor.   

Hacia 2013 se producen paralelamente dos fenómenos en el entorno amplio del movimiento 15M: por un lado, se empieza a hablar cada vez más de intentar traducir las demandas del movimiento a algún tipo de plataforma electoral o herramienta de política institucional (no sólo se habla de partidos, también de un posible “proceso constituyente” que inicie una reforma a fondo de la Constitución). Por otro lado, los espacios del movimiento pierden parte de la energía y la presencia cotidiana de bastante gente, sobre todo la de aquellos con menos experiencia en el mundo del activismo político.

En marzo de 2014 se funda el partido político Podemos, que concurre con éxito considerable a las elecciones europeas de mayo. Un mes más tarde, en junio, se presenta Guanyem Barcelona, con el liderazgo de la hasta entonces portavoz de la PAH, Ada Colau. La plataforma, ya con el nombre de Barcelona en Comú, obtendría la alcaldía de la ciudad condal un año más tarde, en mayo de 2015. No es este el lugar adecuado para tratar de hacer un balance general del complejo y todavía abierto proceso al que se dio en llamar “asalto a las instituciones”, que comenzaba entonces. Lo único que sí quisiera apuntar es que me parece que este proceso no ha sido capaz de revertir, en términos generales, ese proceso psicológico colectivo de “normalización” de las condiciones de vida de la crisis al que me vengo refiriendo. La relativa sensación de impotencia (combinada, es cierto, con muchos momentos aislados de empoderamiento y de inteligencia colectiva), que se ha ido extendiendo por el espectro extenso de ciudadanía ilusionada inicialmente por el 15M, parece haber sidp también la tónica general durante estos últimos años en las que las esperanzas políticas de cambio se han redirigido en gran medida desde la movilización popular a la estrategia institucional.

Le estoy cogiendo gusto a esto de escribir.

El otro día Ernesto me invitó a la presentación de un libro en la que iba a participar. No me apetecía ir pero me había insistido mucho, diciéndome que quería contarme lo del artículo que está escribiendo, y que necesitaba preguntarme unas cosas. Y por otro lado, Pepe me había dicho que le podía dejar a Félix con él cuando quisiera, así que me fui para allá, pensando que también me iría bien una noche libre. Era en el centro, en la librería esa donde habíamos estado en alguna reunión. La verdad es que en cuanto crucé la puerta me arrepentí de haber ido. Por allí andaban algunos conocidos, de esos que uno no sabe si saludarles o no, si se acordarían de mí o no. Ernesto estaba rodeado, y ni me vio. Hice como que ojeaba libros esperando que empezara la cosa. Se me acercó a saludar un tipo muy majo al que recordaba de la plaza. Nos pusimos a hablar de amigos comunes. Todavía se veía con algunos, pero estaba peleado con varios, me dijo que a los que habían entrado en el ayuntamiento no había manera de verlos porque siempre estaban muy liados y que a muchos otros les había perdido la pista. Alguno se fue a vivir al campo, otros emigraron. “Además de algunas movidas algo feas que mejor ni contarte, de esas que joden las amistades”. Me dijo también que en realidad, él no estaba allí para el evento sino porque solía pasarse por la librería los jueves al salir del curro. Entonces se quedó de repente como pensando y se puso medio serio: “ah, tú es que eras muy amigo del Ernesto este que habla hoy aquí, ¿no?” Se fue poco a poco retirando hacia atrás, como si tuviera yo la peste o algo, joder. Así que nos despedimos sin más. Me senté en la fila de atrás y me puse a mirar mi móvil. No tenía mensajes nuevos.

El libro era sobre el reciente auge de la extrema derecha. Ernesto presentó al autor, y luego habló él y luego hubo “preguntas” del público. Parecía que se conocían todos, pero nadie se arrancaba a decir algo, había cierta tensión, como en una partida de ajedrez en la que tarda en llegar el siguiente movimiento. Luego un par intervinieron, decían que la situación es muy alarmante, sin embargo, la verdad es nadie parecía muy alarmado, sino más bien de vuelta de todo. Desconecté. En un momento hubo un murmullo, agitación y risas. Un señor mayor que estaba sentado a mi lado me miró sonriendo y cuchicheó: “¡menudo zasca en toda la boca!, ¿eh?” Yo no me había enterado, se ve que alguien preguntó algo y Ernesto le dio un zasca, de esos. Estuvieron un rato hablando como hablan los tertulianos de la tele (“oye, déjame hablar, yo te he escuchado a ti, déjame terminar, yo no te he faltado al respeto” y cosas de esas), porque los dos querían demostrar que tenían razón. Ernesto decía que la extrema derecha canalizaba el descontento por la crisis y el otro le rebatía que la culpa la tenía la nueva izquierda por haberse ablandado y haber dicho que no eran ni de izquierdas ni de derechas.

Cuando por fin acabó la cosa, aplausos desganados, y enseguida ese tipo del público se acercó sonriendo a Ernesto y se dieron palmaditas en la espalda. Era como si se hubiera acabado un teatrillo, y ahora ya se pudiera hablar y comportarse de forma normal. Los asistentes, que habían estado callados como tumbas, hablaban ahora por los codos, y más aún conforme se empezaron a servir vinos en una mesita en la que se podían comprar también copias del libro. Yo me refugié allí, y me tomé dos tintos bien rápidos, casi de trago, pensando que ya que había ido, por lo menos tendría que esperar para saludar un momento a Ernesto.

Y entonces, se acerca él, con el autor y el tipo del público, muy sonrientes los tres, y Ernesto me da unas palmadas en el hombro sin parar la conversación, haciendo como si yo ya estuviera metido en ella. Me encuentro formando un corrillo con ellos, y Ernesto iba diciéndole al autor: “es tu momento, tío, lo estás petando, y te lo mereces, joder, has tenido mejores reflejos que nadie y te has escrito antes que nadie el libro que toca leer ahora”. Y el autor: “bueno pues sí, tío, la verdad es que a todo el mundo le gusta tener su minuto de gloria, ¿no?” (risas) “y además es que, joder, es un tema muy interesante ¿sabes?, porque de esos cabrones de fachas en realidad también se aprende, ¿eh?, por ejemplo, de las estrategias de comunicación que tienen, es que son muy buenos comunicadores, saben ir directamente a lo que le engancha a la gente, tío, solo tienes que ver cómo están llenando ya los mítines, y eso que acaban de empezar”. Entonces terció el del público: “Pues eso, coño, lo que yo decía, que a la gente lo que le va es la caña, vosotros es que sois demasiado intelectuales y os gusta el postporno, pero la gente lo que quiere son las cosas claras y el chocolate espeso. A la gente hay que ponérselo un poco más fácil, joder, ser un poco más estratégico. ¿No ves lo que ha hecho esa chiquita americana, la Ocasio-Cortez? Una historia bien clara, ¿sabes?, en plan: yo era camarera y soy hispana y yo no le debo nada a nadie, y por eso la gente la adora, porque es como ellos. En cambio aquí, mucha ciencia política y luego a la mínima vamos corriendo a comprarnos un chalé…”.

A partir de ahí Ernesto y el autor empezaron a ignorar discretamente al tipo, hasta que se fue sin decir adiós, y yo quería hacer lo mismo, pero Ernesto me agarraba del brazo como diciéndome que me esperara, y seguía paliqueando, “joder, como está el patio, justamente lo único que tenemos a nuestro favor es precisamente que hemos estudiado más  y que sabemos más que ellos, ¿y encima vamos a tener que renegar de eso? Precisamente lo que necesitamos es demostrar nuestro nivel, tío, que se note que tenemos las cabezas más lúcidas de este país con nosotros, que vamos a traer al que más sabe de cada cosa, de economía, de urbanismo, de, yo qué se, de servicios públicos y que vamos a formar “el gobierno de los mejores”, tío, ese eslogan lo propuse yo para las autonómicas, ¿sabes? La idea es de Platón, nada menos”. Risas. Un señor mayor viene a que el autor le firme el libro. “Pues eso”, dice ahora el autor mientras firma, “una izquierda que sepa comunicar, una izquierda europea, joder, como Varoufakis, una cosita con nivel, con think-tanks, con medios de izquierda potentes como The Guardian, con proyección, porque si no es que no existimos, volvemos a ser cuatro hippies, joder, volvemos a la okupa y eso está muy bien para los cuatro amiguetes, pero así no vamos a cambiar el mundo ni a parar a los Trumps y los Bolsonaros…”. De repente los dos se vuelven hacia la derecha: “Oye, oye, un momento, ese tío que está ahí es alguien, ¿no?”. “Sí, tío, ¿sabes quién es ese?, ese es un redactor del Grupo Contenidos que ha venido a tu presentación, ¡estás de suerte!”. “Joder, sí, pues voy a hablar con él ahora mismo, ¿sabes?, si consigo que me haga una reseña se me multiplican inmediatamente por mil los lectores, tío”. “Pues venga, claro que sí, ve y habla con él, tío, tú tienes que mover tu libro, sino nadie lo va a hacer por ti, y para existir hay que estar en Contenidos, eso está claro”.

Así que me quedé por fin a solas con Ernesto. Pero entonces me empieza a hablar con mucha prisa, “ah, Martín, ¿cómo te va? Pues sí quería preguntarte unas cosas para el artículo, pero igual mejor lo dejamos para otro día, yo te llamo, ¿eh? ¿Cómo está el nene, ya estará enorme, no? ¿y Elia?”. Cuando le contesté que Elia estaba muy metida en la organización de la huelga y la mani feministas del 8M me dijo: “¡Ah, qué bueno, como molan estas chicas, están a tope! Oye, dile a Elia a ver si me puede mandar a alguien para un panel que estoy organizando sobre luchas actuales, ¡el feminismo tiene que estar! Hay que capitalizar este momento, que estas cosas no duran. Bueno, ¡ya nos vemos, Martín!”

Y salió corriendo para meterse a codazos en el corrillo que se había formado alrededor del tipo de Contenidos.

Yo ya había perdido la cuenta de los vinos, y llegué a casa de Pepe sigilosamente y un poco vacilante, esperando encontrar a todo el mundo dormido. Qué va. Estaban con la música puesta a tope, las niñas y Félix y hasta Pepe todos disfrazados y haciendo bailes coreográficos encima del sofá de lo más graciosos. Me puse a bailar con ellos, nos descojonamos de risa. Mi hijo estaba encantado poniéndose las faldas de sus amiguitas y bailando como una peonza. Canciones de moda, techno, heavy metal ruidoso. Después fuimos tranquilizando el ambiente poco a poco para que se fueran a dormir, decidí quedarme allí. En lugar de leer un cuento, nos empezamos a inventar uno entre todos. Yo creo que los vinos me ayudaron y resulté de lo más inspirado: me inventé una historia larguísima en la que Félix y las niñas tenían el poder de transformarse en todo lo que veían: un árbol, una casa, un puente, una piedra, unas lentejas… Nos quedamos dormidos en algún momento, muy tarde.

Y dormí mejor, pero aún así, me levanté todavía con esa sensación de que había algo importante que tenía que hacer y que se me estaba olvidando.

La “generación de la crisis” se encuentra hoy, en definitiva, en una situación de precariedad laboral, notable dificultad para encontrar o al menos mantener una vivienda digna, y en general con expectativas muy bajas en cuanto a la posibilidad de prosperar económicamente. Es decir, la generación de la crisis se encuentra, en realidad, en una situación no tan diferente a la que tenía en 2008. Pero lo que sin duda ha cambiado es la percepción que esta generación tiene sobre dicha situación. En esto, como en casi todo lo demás, la “generación perdida” va a la par con el resto de la sociedad. Lo que antes resultaba inaceptable ahora es cotidiano. La bajada general de expectativas ha sido, como cabría esperar, mayor aún en las generaciones más jóvenes, que ni siquiera tienen cercano un referente de tiempos mejores.

Paralelamente, lo que también es diferente respecto a la percepción general que la sociedad española tenía de sí misma en los primeros años de la crisis, y particularmente a partir de 2011, es que las esperanzas de que se produzca un cambio profundo en el orden socio-económico y político se han visto profundamente debilitadas. Por supuesto es necesario matizar esta afirmación tan general: es cierto, que sigue habiendo movilizaciones políticas muy importantes; notablemente, en el ámbito del feminismo, en defensa de las pensiones, o por la independencia de Cataluña, por citar las más numerosas en el último lustro. Al mismo tiempo, la presencia en las instituciones de los llamados “ayuntamientos del cambio”, y de un partido también surgido con vocación de transformación estructural como es Podemos, siguen generando cambios políticos importantes y expectativas de conseguir otros mayores. Pero lo cierto es que, si se trata, como en este artículo, de pensar qué ha sido de la generación de la crisis en esta última década, resulta inevitable reconocer que junto al padecer la persistencia de condiciones económicas adversas menos extremas pero a la vez “normalizadas”, quizás la otra cosa más importante que le ha pasado a esta generación haya sido que sus expectativas de un cambio radical político, social, económico y, quizás hasta existencial, han disminuido notablemente.

Como corolario, aventuraré dos posibles causas (relacionadas entre sí) de esta última deriva hacia cierta desesperanza de la generación de la crisis. Por un lado, ciertas deficiencias y errores en el liderazgo de la izquierda política e intelectual que se encontró con la tarea de convertir la energía social del 15M en transformación política. Tal vez este liderazgo no ha sabido construir instituciones y estrategias de comunicación lo suficientemente fuertes.

Pero, por otro lado, hay que decir también que la ciudadanía ha demostrado cierta apatía hacia las propuestas que ese liderazgo le ha ofrecido repetidamente. Quizás ha hecho falta una tradición de reflexión política de la que nuestra sociedad carece. En ese sentido, como se ha apuntado más de una vez, tal vez la gente ha demostrado que finalmente se mueve más por impulsos pasionales –como la indignación- que por análisis capaces de suscitar transformaciones a largo plazo, como los que ese liderazgo intelectual de izquierdas, a pesar de sus posibles deficiencias (e insisto en que debemos hacer auto-crítica), ha proporcionado durante estos años. En apoyo de esta hipótesis iría también la sugerencia de que tal vez una parte de la indignación del 2011, se esté dejando canalizar ahora hacia posiciones completamente diferentes en teoría, pero similares en lo pasional. Me refiero, por supuesto, a la alarmante aparición en escena de la ultraderecha en los últimos años (dicho sea de paso, es este un tema candente que me parece no se ha analizado aún en toda su profundidad, y sobre el que yo mismo preparo una publicación en brevísimo plazo, aunque aquí no pueda extenderme más sobre él).

Para terminar estas reflexiones con una anécdota, y sin animo de sobredimensionar algo que no deja de ser un detalle, y que viene de mi propia experiencia personal, señalaré que, desgraciadamente, no me extrañaría nada que, como buenos ejemplos de la apatía y la desesperanza a la que lamentablemente me he tenido que referir en estas páginas, ni el propio Martín Valera, a quien he hecho objeto de algunas reflexiones aquí, ni las personas de su entorno personal y familiar, llegaran a interesarse nunca por este artículo lo suficiente como para leerlo de principio a fin.

Por fin. Por fin he dormido y he descansado de verdad.

Hice una cosa un poco absurda. Me dio un punto. Estaba en el hospital, el sábado durante la huelga del 8M, Elia quiso llevarse a Félix con ella, y yo quise estar con mi padre. Aunque por lo demás, las enfermeras estaban allí. Algunas hicieron un paro simbólico a las 12 del mediodía y después volvieron a trabajar. Y nada, que como siempre mi padre tenía la tele puesta, y yo me estaba cabreando porque me pone muy nervioso que no haga más que ver la tele. Los tertulianos hablaban sobre el 8M. “Perdona, yo no he dicho eso”, “si me dejas terminar te lo aclaro”, “contéstame sí o no: ¿el movimiento feminista admite a todo el mundo o discrimina a los que piensan de cierta manera?”. En la pantalla que tenían detrás, de vez en cuando alcanzaba a ver imágenes de grupos de mujeres con el pelo violeta y la cara pintada, que iban en bici o corriendo por la calle, en piquetes matutinos. Pero las cortaban y las repetían en loop. Yo quería ver lo que estaba pasando, y la tele no me lo iba a permitir. Mi padre miraba a la pantalla ausente, desde la cama, con su temblor en la mano izquierda. Entonces vi que allí al lado, estaban sus pastillas, entre ellas los dos anti-depresivos bien potentes que le han recetado. Sin pensarlo un segundo, me los tragué. Luego fui a la enfermera y le dije que no nos los habían traído, y me los volvió a dar.

Al poco fui notando algo agradable. Y me dio por largar. Empecé a hablarle a mi padre como si me entendiera perfectamente, me dio por hablarle de su madre, y de su familia, me puse a contarle las cosas que él me había contado a mí tantas veces, me puse a hablar de todos esos seres tan reales en mi infancia y ahora fantasmales, esas legiones de tíos y tías del pueblo que habían tenido que cazar conejos furtivamente para comer, que se habían exiliado a pata a Francia, que habían vuelto después humillados y a los que mi padre y mi madre volvían una y otra vez a visitar hasta que se fueron cayendo a pedazos en hospitales públicos como este. Le conté cómo, cuando a él le detuvieron ya en los años 70 por andar con unos estudiantes rojillos que se suponía que habían hecho algo, su padre tuvo que tragarse las ganas de darle una buena hostia en la cara al cabo de la Guardia Civil que le dijo en el cuartel: “señor Paco, usted desde que volvió de Francia se ha portado bien, pero ahora su hijo anda con malas compañías y no se porta bien, y vamos a ver lo que tenemos que hacer”. Me dio por ponerme hablar del abuelo y la abuela, de cuando trabajaban en el cine del pueblo, de cómo se sabían todas las películas, aunque nunca podían ver ninguna entera, pero las oían desde la taquilla y desde el hall. Mi padre, entonces, como si quisiera oír mejor también como los abuelos, me hizo un gesto para que bajara el volumen de la tele, y me sonreía afirmando, como diciendo: “sigue”. Así que seguí y le conté tantas cosas que él me había contado que no las puedo repetir aquí, cosas de cuando era pequeño, cosas de él y mi madre yéndose a vivir a la ciudad, de cuando pusieron la tienda, yo le contaba todo como si estuviera en su cabeza, como si fuera yo el que hubiera vivido todas esas penurias y alegrías, como si yo hubiera tomado prestada su voz. Pero además luego le dije todo lo que le quería decir, todo lo que se me había quedado atragantado en estos años, porque algo se había abierto y ahora era imparable, un caudal, le hablé hasta de cuando me pegaba con el cinturón de adolescente, porque volvía a las tantas a casa “borracho”, en realidad puesto de éxtasis hasta arriba, pero eso él no lo sabía entonces, y le dije también que yo sabía que le daba mucha rabia que yo fuera tan flojo, tan niña, y que seguro que por eso se sentía impotente y me daba con el cinturón, porque pensaba que yo iba a sufrir sino me endurecía, y que claro que yo sufría porque como era sensible y lloraba por cualquier cosa en la escuela me decían marica y me pegaban mucho más aún que él con su cinturón, como seguramente, le dije a mi padre, le acabará pasando a Félix también ahora si no cambia algo, joder. Porque algo tiene que cambiar. De una maldita vez.

 Y entonces él señaló hacia la tele con su mano temblorosa, lentamente, que le costó un rato llegar a  señalar. En la pantalla aparecía por fin la inmensa marea de mujeres que había comenzado a tomar las calles de ciudades y pueblos de todo el estado. ¿Cuánto rato habíamos estado hablando? Habían pasado horas, me sentía como en un sueño.

Entonces sonriendo y con mucho esfuerzo, porque casi no puede y con la traqueotomía no le sale más que un susurro, mi padre me dijo cuatro palabras: “ve con tu madre”.

Y señaló a la puerta y a la pantalla de la tele otra vez. “Ve con ellas”, creo que dijo. “Ve”.

Así que le di un abrazo, le dije que le quería, salí del hospital con una alegría enorme y a la vez llorando de pena, hecho un cuadro. Y conduje ni sé como, porque casi no veía con las lágrimas y me podría haber pegado una buena hostia, y me perdí, me metí por calles desconocidas, que me llevaban cada vez más lejos y lejos del centro y luego caminos de tierra, y no encontraba manera de dejar el coche, hasta que por fin encontré un aparcamiento y me puse a correr como un loco, rato y rato, para llegar a tiempo a la manifestación antes de que se acabara. Y, de verdad, como en el sueño, igual que en el sueño, me iba naciendo otra vez esa sensación de que tenía que hacer algo olvidado pero extremadamente importante, y sin embargo, la diferencia era que ahora estaba tranquilo, contento, porque sabía que por fin lo iba a recordar de una vez. Tenía una especie de animal acurrucado dentro de la nuca, que me daba esa seguridad.  

Todo lo que pasó después lo recuerdo entre brumas. La manifestación era inmensa, la recorrí entera, como flotando. La observaba de una forma abstracta, o quizás extremadamente concreta: veía cuerpos vibrando juntos, sentía oleadas de electricidad y de alegría que pasaban por esos cuerpos y también por las palabras que me rodeaban y me atravesaban, estaba nadando en un mar de intensidad. Cuando se gritaba con una fuerza infinita “¡no, no, no, al sistema patriarcal!”, cada “no” era un rasgueo de acorde mayor en las cuerdas que yo ahora tenía en mi caja torácica. Cuando se bramaba “¡la calle y la noche, también son nuestras!” era porque la noche que estaba cayendo azul ya sobre los tejados de la ciudad estaba hecha de esas calles sobre las que un cuerpo a su vez hecho de muchas cuerpos que se hablaban a sí mismos y pasaban de una boca a otra era esas mismas palabras y a la vez el mundo.

Al día siguiente me enteraría de que en realidad la dosis que le han recetado a mi padre es un cuartito de una de esas pastillas alternativamente cada cinco días. Je.

Pero en cualquier caso, no sé ni cómo, vagando, con una sonrisa de oreja a oreja, llegué a encontrar milagrosamente a Elia que estaba con mi madre y con Félix y con otras amigas, en la terraza de un bar, tomando algo para celebrar el día. Estaban incandescentes. Yo logré moderarme y creo que más o menos di el pego, dije que me había tomado unos vinos con Pepe antes de venir y me senté en un rincón con Félix, tratando de pasar inadvertido. Pero al rato se me acercó una figura conocida, una mujer mayor, con el pelo blanco y gafas, muy menuda, que era Lourdes Simón, la que había sido mi profesora de filosofía en el instituto, a la que yo tanto admiré. Se dijo de ella que se había alcoholizado, que se retiró prematuramente, se dijo de todo, que tenía el SIDA, que se había vuelto loca. Me emocionó encontrarla, y sé que estuvimos hablando un buen rato, mientras Félix saltaba por allí como un monete, y mi madre se sentó con nosotros, y me dio la mano como si ella fuera mi hija. Pero no recuerdo más que trozos de la conversación. El recuerdo es, una vez más, como el de un sueño. Yo esperaba todavía que en cualquier momento mi animal en la nuca se despertara para escuchar por fin la revelación de eso que tenía que hacer y había olvidado. Y no sé si me lo invento, pero creo que en algún momento Lourdes nos contó a mi y a mi madre que durante estos últimos años se había ido a vivir a un pueblo de la sierra y que allí había montado grupos de lectura y también talleres de escritura. Dijo que iba a hacer uno ahora en la ciudad, solo para mujeres, y con su entusiasmo convenció allí mismo a mi madre para que se apuntara. Ella, que siempre ha querido escribir y nunca lo ha hecho.

“¿Te imaginas lo que podría llegar a pasar si más y más gente nos atreviéramos a escribir?”, dijo Lourdes. “ ¿Si nos pusiéramos a contar nuestra vida en lugar de tragarnos lo que la tele nos dice sobre nosotras? Por nuestra cuenta, sin tener que pedir permiso a los de siempre, a ‘los que saben’… Yo creo que confiando en lo que podemos hacer, tarde o temprano nos acabamos encontrando, aunque no tengamos eso que dicen ahora… ¡visibilidad!, ja, ja. Como por ejemplo aquí y ahora mismo, en esta terraza. Aquí nos hemos econtrado.”

Entonces se giró hacia mi con curiosidad:

“¿Tú todavía escribes, verdad Martín? Seguro que sí. Me acuerdo de cómo te gustaba a ti lo de Sherezade en COU… Y ahora que te has hecho mayor, hasta habrás entendido que ella no contaba cuentos solo para que no la mataran. No contamos solo para luchar contra la muerte. Ya sabes, contra esta especie de caerse en pedazos de todo y este olvido de todo que es la vida, y que ahora tu ya vas conociendo, Martín. Sherezade tenía que conseguir también que con sus cuentos el sultán Shahriar desaprendiera esas otras historias que le habían contado antes, aquellas que le llevaron a creerse rey y a creerse con derecho a decidir sobre la vida y la muerte de los otros. Si de verdad tenemos fuerzas para contar, entonces contamos para deshacer la maraña tramposa de esos otros cuentos. Que están siempre allí antes, Martín, ya contados”.

Con esas palabras, se deshizo el embrujo y el animal acurrucado saltó, y agarró el viejo boli bic.

Cuando llegamos a casa, disfrutando de nuestro cansancio acumuado, le pedí a Elia que me dejara leer la carta a Félix que lleva varios años escribiendo. Y allí leí esto:

“Reconozco en la cultura un arma para poder ser. Para consentirnos. Ningún uso persuasivo o expropiador o elitista de la cultura me interesa. Ya me suicidé diez años como autora y lo soporto, desde esa nada que soy, grito. Atravesamos un desierto, la gran mayoría de la gente no cree en esto que afirmo. No confía en su capacidad de construir mundo ni con sus palabras, ni con su talento, ni con su verdad… No confía tampoco en que el arte es el terreno propicio para esa experimentación, y si así lo ve, lo restringe a personas escogidas, a las que aísla en su genialidad. Ni la gente más expuesta y atrevida, que ha gozado de poder, ha podido apenas romper la cárcel de un arte muerto.

Pero yo sé, lo he vivido, que no solo se puede hacer arte desde los y las cualquieras, sino que se puede hacer de forma colectiva y que puede generar obra fecunda, vital, creadora, germinadora. También sé que mientras no existan colectividades dispuestas a coaligarse con el gesto suicida es un gesto estúpido. Me pongo pues al firme propósito de suscitarlas porque sé que cuando suceden, al arte, a la creación, le cabe la gente y toda su verdad única e irrepetible. Y sé que solo así, después de recontarnos, recrearnos, somos capaces de volar nuestro horizonte, bailar sobre sus filos. Somos capaces de salirnos del mapa, rasgarlo, respirar, y solo así seguir viviendo.”[4]

Bibliografía

Federici, Silvia. 2010. Calibán y la bruja: mujeres, cuerpo y acumulación primitiva. Madrid: Traficantes de Sueños.

Gabarre, Manuel. 2018. “El fin del dinero barato y el desmantelamiento del Estado social”. El Salto, May 3. https://www.elsaltodiario.com/crisis-financiera/fin-dinero-barato-banco-central-europeo-expansion-cuantitativa

Europa Press. 2007. “Gestha afirma que en España hay casi 11 millones de ‘mileuristas’, el 58% de los asalariados”. Europa Press, Octubre 9. https://www.europapress.es/economia/noticia-economia-macro-gestha-afirma-espana-hay-casi-11-millones-mileuristas-58-asalariados-20071009124632.html

Fernández, Eva. “Soy escritora”. evalazcanocaballer (blog). https://evalazcanocaballer.wordpress.com/acerca-de/ (visitado el 23 de abril de 2019)

            – 2017. “Conclusiones a partir de mí misma, como editora, al fin”. evalazcanocaballer (blog), Diciembre 4. https://evalazcanocaballer.wordpress.com/2017/12/04/conclusiones-a-partir-de-mi-misma-como-editora-al-fin/

Herrero, Yayo, Torrego, Alicia y Prats, Fernando. 2016. La gran encrucijada.Sobre la crisis ecosocial y el cambio de ciclo histórico. Barcelona: Icaria.

Jiménez Barca, Antonio. 2005. “La generación de los mil euros.” El País, Octubre 23. http://elpais.com/diario/2005/10/23/domingo/1130038892_850215.html

López, Isidro, y Emmanuel Rodríguez. 2011. “The Spanish Model”. New Left Review, II, 69 (June): 5-29.

– 2010. Fin de ciclo: financiarización, territorio y sociedad de propietarios en la onda larga del capitalismo hispano (1959-2010). Madrid: Traficantes de Sueños.

Mars, Amanda. 2015. “Mileuristas, diez años después”. El País, Mayo 9. https://elpais.com/elpais/2015/05/08/eps/1431113378_624853.html

Pérez Orozco, Amaia. 2014. Subversión feminista de la economía. Aportes para un debate sobre el conflicto capital-vida. Madrid: Traficantes de Sueños.

Raventós, Sergi. 2017. “Suicidios y crisis económica ¿Se puede romper esta relación?”. Red Renta Básica (blog), Diciembre 1. http://www.redrentabasica.org/rb/suicidios-y-crisis-economica-se-puede-romper-esta-relacion/


[1] Ver Europa Press (2007), Jiménez Barca (2005) y Mars (2015).

 

[2] Ver Raventós (2017).

[3] Así lo afirma Manuel Gabarre (2018).

 

[4] Estos dos últimos párrafos, como la cita que abría este artículo, los he tomado de textos de la escritora, editora y fundadora de CineSinAutor, Eva Fernández. En particular, esta última cita oculta viene de su texto “Soy escritora”, que se puede encontrar en su blog: https://evalazcanocaballer.wordpress.com/