Un día en la revolución democrática

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La mañana: el niño medio dormido me mira a los ojos mientras inclina la cucharilla para dejar caer deliberadamente el yogur sobre su camiseta, la mesa y el suelo. ¿Habéis oído hablar del ‘estrés del bebé’? A veces los bebes lloran sin ningún motivo aparente, y se dice que tienen ‘estrés’: que están experimentando más novedad de la que su cerebro puede procesar, y que eso genera estrés. Pero, ¿no hay también a veces una especie de llorar porque sí, sin más? Después, cuando ya no son bebés, los niños parece que tienen momentos en los que necesitan hacer lo que saben que va a molestar a los adultos. Para ver qué pasa, probar ese camino, hacer que estalle el enfado, masticar el conflicto. ¿Cómo no explorar también esa zona? ¿cómo no tirarse la comida por encima?

Entro en la guardería y 21 niños con bata me miran y me rodean exigiendo mi atención, como los internos de un manicomio. “A veces los niños tienen reacciones que no podemos entender”. Está también esa especie de efecto bola de nieve, la rabieta, que va creciendo como por retroalimentación: cuanto más llora más se asusta de su propio estado, y más llora aún. Todo esto es demasiado. Cuando ya le has cambiado cuatro veces de camiseta y tienes que lavar otra a mano y no llegas al trabajo de mierda en el que te espera tu jefe para echarte la bronca. Cuando tienes que “escolarizar” a cientos de miles de niños, y las aulas están abarrotadas. “Hasta ahora lo importante es que jueguen, pero a los tres años hay que prepararles ya para la escuela de los mayores”. En España se exige que los niños de tres años ya no lleven pañal en la escuela. Circula una leyenda negra entre las mamás y los papás: “que en algunos sitios se niegan a cambiarles si se hacen pis o caca, y que te llaman por teléfono para que vayas a cambiarle tú”.

Salir corriendo del trabajo de mierda para ir a la escuela a limpiar la caca. La calle, tragando tubo de escape, está presidida por los emblemas de nuestra democracia: anuncios con mujeres semi-desnudas, turistas con un billete de 50 euros en la mano y hombres de traje que entran en coches, oficinas, restaurantes e instituciones oficiales. Recuerdo el miedo muy bien, si me esfuerzo lo puedo sentir todavía en el estómago: el año que viene vas a ir ya a cuarto, vas a tener que hacer exámenes y deberes, os van a cambiar al edificio de los mayores, vas a ser el único que no ha hecho la comunión, no te van a poner en el equipo titular, el entrenador no se va a querer arriesgar a perder el partido por sacarte, ni siquiera en los últimos cinco minutos. Vas a suspender matemáticas, no vas a sacar suficiente nota en selectividad, esa carrera no tiene salidas, llevas tres años en la universidad y todavía no te conoce ningún profesor, así nunca vas a conseguir una beca doctoral. No has rellenado los impresos, no has completado los trámites, no has sido seleccionado, lo siento, no te han llamado para el trabajo.

El niño que huele a caca espera en la esquina a ser modernizado y equiparado con el resto de países desarrollados, su cara toda hecha mocos y lágrimas, casi irreconocible, desfigurada de tanto llorar. Por la ventana se oyen voces acaloradas de la televisión que algún vecino tiene puesta como música de fondo: “¡pues ahora tienen que gobernar, eh!, ¡ahora ya se ha acabado la historia esta de ir dando lecciones de ética, a ver ahora si son tan listos o son más casta de lo que ellos mismos se creen…!”.

En el parque, mi hijo no puede jugar solo en el balancín. Espera en el suelo pacientemente, a que alguien quiera subirse al otro extremo, para compartir subidas y bajadas. Cuando me quiero dar cuenta, ya hay una niña subida, y el juego ha empezado. Su abuelo se acerca a pegar la hebra conmigo: “desde luego es una vergüenza lo que hace el Ayuntamiento con esta plazas”, y señala al enorme escenario que están montando un centenar de hombres. Por un rato charlamos desde cierta camaradería entre desconocidos, casi incluso desde la ternura que nos inspiran esos pequeños a los que cuidamos. Pero no puedo evitar sugerir que a lo mejor ahora las cosas se van a poder cambiar, señalando a la plaza, y poco a poco sus gestos se empiezan a crispar; parece mirar a su alrededor como buscando una salida. La encuentra en la agresión: habla de gente que “recibe dinero de países extranjeros”, “que va desnuda por ahí y quiere quemar iglesias”. Intento mirarle a los ojos, pero ya no se deja. Me doy cuenta de que estamos reproduciendo una especie de teatrillo televisivo ante los niños, que se han quedado parados mirándonos, en equilibrio. Sin entender, pero entendiendo todo muy bien al mismo tiempo. Me alejo un rato, pero vuelvo después, no quiero dejar las cosas así: “mire, yo soy uno de esos de los que habla usted, ¿de verdad piensa que yo no voy de buena fe?”. Supongo que por pudor, me dice que no, que no piensa eso. “A lo mejor tenéis buenas intenciones, pero no vais a poder cambiar nada”.

Camino en busca de otro parque, pero son escasos en la zona centro. A cambio, a los jóvenes que podemos permitirnos vivir aquí, se nos concede el título de emprendedores. Andamos en busca de atención. Fabricamos contenidos que atraen la atención y los clics, y permiten subir los precios de las cosas y de las casas. Pienso en este texto que voy a escribir luego. Cómo hacer para que no se convierta en otra marca compitiendo por las miradas, para que pueda permitirnos un respiro. Se dice a los niños: “qué grande estás”. A las niñas: “que guapa te has puesto”. Y los que intentamos escribir: “qué bien escribes”. El texto publicado y la pila de platos sin fregar, al final mi compañera lavará los pantalones del niño a mano porque ella lo sabe hacer mejor, claro. Así perdemos menos tiempo en este año de la revolución democrática. Tic, tac.

Pero, ¿sabéis?, alguien de Podemos me dijo un día: “siempre va a haber una forma de fracaso, pero hay formas de fracaso que son aceptables y otras que no”. ¿Sería posible una política sin idealización, para que sea también una política sin decepción? Yo sé que mucha gente no tiene tiempo ni fuerzas ni ánimos para limpiar pacientemente el yogur de la camiseta de sus hijos por octava vez. O para dejar llorar a sus niños, acompañándoles, sin miedo a la rabieta, sin cortarles el llanto con distracciones. Tengo el privilegio de poder hacer esas cosas, casi siempre. Y tengo además algo de tiempo para pararme y escribir sobre todo esto, ahora por la noche.

Cuando era pequeño, en mi pueblo había un bar diferente, se llamaba el “Primer Paso”. Yo fui un niño triste, el peso de la realidad se me caía encima y hasta la adolescencia no tenía casi herramientas para hacerle frente. Pero me acuerdo vagamente de que la existencia de aquel bar, de “hippies”, de “gente rara”, brutalmente diferente al resto del pueblo, me consolaba. No todo era lo mismo. Mucho más tarde iba a conocer a alguna de la gente que salía y entraba de ese y otros bares similares, de algunos con las caras quemadas por el sol que trabajaban cogiendo fruta por los pueblos, iba a saber de gentes que montaban una granja-escuela, de otros que tenían un grupo de música y no trabajaban, de algunas que se iban a estudiar a la ciudad y vivían en la calle durante una temporada, de otros que se alcoholizaban y de muchos que “habían terminado muy mal”. Iba a entender incluso que mi incomodidad con la realidad se debía sobre todo a que mis propios padres venían de ese mundo que no era lo mismo, que habían hecho el camino inverso al que yo haría: de la ciudad en la que intentaron vivir de otra manera al pueblo en el que yo quedaría sepultado por una montaña de normalidad de mierda.

Medio mareado por el sol del centro de esta ciudad sin parques -un coche pasa y me roza el codo con el retrovisor. No hay aceras. Corremos hacia la próxima oposición, el próximo examen, la próxima entrevista de trabajo, la próxima venta, la próxima pelea con nuestro jefe, la próxima bronca con nuestras familias, las próximas elecciones, el próximo cabreo con el niño: “¡ya está bien, joder!”. Y ahora, cuando debería caer la tarde pero no lo hace porque aquí el sol no se acaba hasta las 10 de la noche, corremos todos también en pos de nuestros grupitos y grupúsculos para comentar la jugada, para hablar de los otros y decir de ellos lo que nunca les diríamos a la cara. La Mala Hostia.

¿Qué ha pasado? ¿Cómo nos hemos dejado estafar tanto, tanto, o cómo nos hemos estafado tanto a nosotros mismos? ¿Que la vida era esto?

Pero a veces nos desviamos, todavía. El carrito del niño rueda por la avenida hacia una plaza o un parque en la que de repente se atisba algo que no son terrazas para los turistas y los locales, algo tan sencillo como un grupo de gente sentada en el suelo, en círculo. Mujeres con el pelo blanco, que llevan más de 20 años dando clase en un cole, veteranas de la Marea Verde. Argentinos psicoanalistas, activistas con perilla de barrio, jóvenes antropólogas en paro, madres jóvenes con su bebé sobre la cadera, señores con barba, chavales con pendientes, los que están con la cara pegada a la pantalla y otras que no paran de tomar notas en cuaderno. Un poco de espacio para respirar, un sitio al que no se va para estar con los tuyos, sino para mezclarte, un lugar donde no estamos para quejarnos, sino para escucharnos.

Nuestra revolución es muy, muy contenida. Muy distinta a aquellas estridencias del “Primer Paso”. Por eso yo no me atrevo a decir casi nada. Hablaría sí, de la existencia de esas plazas en las que mi compañera y yo sabemos que a nuestro hijo no se le va a echar encima una tonelada de imposibilidad y normalidad. Mirar a la maestra de la guardería a los ojos y encontrar un atisbo de algo que no sea puro agotamiento y derrota. No sé cuantos concejales o diputados hacen falta para eso. Foros de participación que ya están aquí. No estaría mal tener también maneras un poco más delicadas de ilusionarnos, canciones que podamos cantar sin que se nos atragante el llanto, formas de reconocer el deseo de otra vida en medio de esta putrefacción de títulos, progresos, modernizaciones y noticias del día. No estaría mal tener 10 canales de televisión emitiendo las 24 horas día programas que fueran nuestra Bola de Cristal del siglo XXI. No estaría mal el delirio colectivo como contribución a la revolución democrática.

La canción de la noche. Cuando el niño duerme. No habrá redención, nada calmará su llanto a las cuatro de la mañana. Pero lo cantaremos mejor si tú me ayudas.

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Imágenes de Begonia Santa-Cecilia

Carta de amor a Madrid, ahora

No tengo palabras para tanto amor. Amor del dulce pero también del amargo, del que madura con desencuentros. Madrid, mayo de 2015. Imaginemos que un grupo de neoyorquinas y neoyorquinos aterriza en medio de una ciudad en la que una bola corre por las calles, haciéndose cada vez más grande. Una bola de nieve, un rumor, un runrún. Las neoyorquinas caminan por esa cuesta abajo acompañando la bola hacia las grandes avenidas, pero derivan también por otros pasajes y pasadizos, donde se oyen otras palabras de amor.

Las neoyorquinas han oído hablar de un Madrid del abrazo, del Madrid de la Marea Blanca, del Madrid de Acampadasol, del Madrid del Patio Maravillas. Quieren aprender y escuchar esas palabras. Y para hablar de amor hay que hablar de cómo se aguantan o se queman los cuerpos, y para entender cómo se sostienen las vidas hoy hay que hablar de dinero. Hablar de dinero para que no todo pase por el dinero, para que podamos construir ciudades en las que se pueda sostener y dar valor a la vida sin que el dinero nos mande. “Hablamos una vez al año de dinero”, nos dice la gente del Patio. En Occupy Wall Street, que es lo más parecido al 15M de nuestros neoyorquinos, se aceptaron casi un millón de dólares en donaciones y se competía todo los días por ese dinero. En Acampadasol se aceptaron 0 euros. Tenemos, entonces, que hablar de dinero: esa cosa que sólo da valor a cambio de ponernos a competir contra otros y contra nosotros mismos.

Pero tenemos que hablar de dinero también justamente para que nadie se crea la gran mentira de que el dinero es lo que sostiene al mundo. Queremos escuchar al Madrid de Territorio Doméstico, queremos escuchar a estas mujeres migrantes que se reúnen en Lavapiés, trabajadoras domésticas que dicen “nadie habla por nosotras”. “Estar en el colectivo te empodera, pero también tiene costos. A mi, me echaron del trabajo. Y estoy subsistiendo gracias a esta red”. Nosotrxs queremos escuchar a este Madrid de redes de subsistencia, el Madrid que le ha conseguido ese pedazo de local a Traficantes de Sueños y al Madrid de las mujeres que dicen “la lucha, con alegría”.

Mujeres que están trabajando día a día para que los desencuentros se conviertan en amores, porque para llegar de la ciudad del encuentro a la ciudad del abrazo hay que pasar por la ciudad del dolor. La ciudad de la PAH: “al principio llorábamos tanto en la asamblea, que salíamos destrozadas”. Ahora, Abu está a punto de conseguir la condonación de su deuda, pero aparecen nuevos problemas que ponen a trabajar al límite la inteligencia colectiva de la asamblea de los lunes. Abu baja la cabeza, “no va a ser fácil”, dice. Las mujeres, esas mujeres que están ahí cada lunes y cuyos nombres no se van a llevar el mérito, responden contundentes: “nadie dijo que fuera fácil, pero lo vamos a hacer juntas, en colectivo, no estás solo”. La mano se posa sobre el hombro levemente, sólo lo justo.

Con ese mismo pudor hablaba otra de esas mujeres, de la generación anterior, el otro día, antes de la manifestación. Con ese pudor, les dijo a las personas que la policía acababa de identificar por llevar una pancarta sin desplegar: “nos preocupéis que hay testigos, nosotras estábamos aquí y lo hemos visto todo, somos de la Solfónica”. “Sí, ya os conocemos, claro”. No hace falta darse los teléfonos ni los emails porque el 15M no ha terminado. Vamos juntas a Sol a escuchar cantar a esas mujeres otra vez “Madrid que bien resistes”, sin nostalgia, pero toda mi espina vertebral es emoción y veo llorar al chico de la camiseta roja que hace fotos a la multitud con las manos alzadas y esconde sus lágrimas detrás de la cámara. Y yo lloro ahora también de amor escribiendo, ¿sabéis?, porque esas mujeres que están cantando ahí en primera fila, y sosteniendo al mundo son también mis abuelas, mi madre, mi hermana, mis amigas, mis compañeras de lucha o experimento político (o como lo quieras llamar), y el amor de mi vida, que es también la madre de mi hijo.

Pero “si empezamos a llorar no acabamos nunca”. No se resiste 8 años con las puertas abiertas a cualquiera llorando, sino aprendiendo cómo sobrevivir a las peleas internas, a las diferencias políticas, a las contradicciones vitales, a las invasiones por parte de quiénes quieren sacar tajada, al desánimo y también a los desalojos, claro. Por eso en el Patio Maravillas tienen una pizarra donde está explicado su funcionamiento, que es un monumento a la inteligencia colectiva (echadle un ojo si pasáis por allí). Y cuando digo inteligencia hablo tanto de otras vísceras como del cerebro.

Vísceras parlantes, palabras de amor e inteligencia. Protocolos experimentales: imaginemos que en ese Madrid alguien llega a su Centro de Salud acompañado de otra persona. La relación entre ambas es difícil de entender. “¿Pero tú quien eres?”, le preguntan a la que no necesita ser atendida. ¿Un activista? ¿Una abogada? ¿Un representante? No, soy una vecina y estoy aquí para explicarte que si quieres atender a esta persona que no tiene tarjeta sanitaria, puedes hacerlo. Si quieres, puedes. “Yo no sé hacerlo”, “la ley no nos los permite”, “pero, ¿qué pasa si entonces vienen TODOS?”. ¿Todos? ¿quiénes? En realidad, es una buena pregunta: ¿qué pasa, cómo es la vida cuando una se abre a que le vengan “todos”, todos los encuentros y todos los posibles desencuentros en los que madura el abrazo? Las neoyorquinas escuchan atentamente a yo Sí Sanidad Universal, toman buena nota de lo que dicen estos otros activistas del acompañamiento. No subestimen a los americanos, ¿saben?, es tan fácil hacerlo: pero la verdad es que saben escuchar sin miedo a lo que no saben.

Van tomando buena nota. Vamos tomando buena nota, porque este chaval de un pueblo de Huesca que escribe lleva tanto tiempo fuera que ya no sabe ni de dónde es, pero caminamos juntas hacia las grandes avenidas, sin olvidar los pasadizos donde los abrazos duelen, porque a veces uno se clava los huesos del otro. Y nosotras, las americanas, nos encontramos con otras voces ahora, que tienen más eco, y de las que se han dicho ya muchas cosas en este año electoral. Pero detrás de esas voces asertivas, detrás de esos logotipos contundentes, están los cuerpos cansados, exprimidos al límite. Ir a comprar el pan sabiendo que ahora hay algo diferente, que formamos parte de algo que abre un horizonte para que no todo sea una mierda. Que Podemos. Que estamos pudiendo, aunque las “jornadas de 20 horas de trabajo, el sacrificio inmenso, no sea sostenible”, y aunque “si esto se convierte en un partido político como los demás, todos mis amigos se irán”.

Pero no hablemos del futuro. Aquí el ahora es Ahora Madrid. Una campaña electoral, por definición tiende a hablar del futuro. Pero es también un presente: “llegar hasta aquí ha sido un proceso muy duro, pero en la campaña está apareciendo una nueva confianza entre nosotros”. Podemos + Ganemos Madrid: hablando de abrazos que duelen. Pero que no dejan de ser abrazos.

No, no hablemos tanto del futuro ni del pasado, Ahora. Ya veremos el domingo, ya veremos qué pasa cuando llegue el dinero a las benditas Juntas de Buen Gobierno de los distritos de Madrid, y ojalá que éstas lleguen, ya veremos qué pasa cuando salgamos de este tren que nos lleva desde Madrid a las americanas a otra ciudad del abrazo y del dolor: Barcelona.

Yo solo quiero mirar a un lado y a otro, aquí y ahora, y observar a dos desconocidos: el señor que junto a mi, cierra los ojos escuchando en sus auriculares a Leonard Cohen, es decir, escuchando las canciones que me enseñaron lo que era la poesía. Y, al otro lado, a la mujer que da el pecho a su bebé de tres meses, y que ahora no dice nada. 7cd2d2f629be0d8f56f7b1c7dec08e9d6ed56e76100eb407dea3c7d950e9bfd1.JPG.620x0_q90_crop-scale

Un viaje al primer verano de Podemos

“No les van a dejar”. “Son gente muy preparada”. “¿Tendrán tiempo para conseguir suficientes candidatos que se presenten en las listas?” “A mi no me gusta ningún partido político, pero les voy a votar”. “Les han insultado tanto que la gente aún les apoya más”. “Se han bajado los sueldos”. “Los del PP y el PSOE están acojonados”.

Y una especie de esperanza contenida, un estar a la expectativa pero sin querer hacerse demasiadas ilusiones: eso es lo que hemos visto este verano, en otro de nuestros regresos siempre insuficientes y algo perturbadores a esa Ex-paña de la que nos fuimos hace ya algún tiempo.

Yo me fui a Nueva York para dos semanas y llevo 11 años aquí. La universidad española me había vomitado, como a tantos otros, y andaba sin oficio ni beneficio, escribiendo cosas en plan freelance. Mi compañera se había hecho un hueco precario pero adictivo en el caos neoyorquino, que tiene mil maneras de masticarte. Después de unos años me enteré de que podía estudiar un doctorado en español en USA; lo hice, me saqué una plaza de profe de literatura en Filadelfia. Ahora tenemos un hijo que ya dice algunas palabras en inglés con una pronunciación perfecta que nosotros nunca lograremos.

Pues bien. Llegó 2011 y la politización de las vidas: como a tantos otros el 15M y Occupy Wall Street nos dieron espacios comunes -pequeños oasis de encuentro en medio de la constante obligación de buscarse cada cual la vida por su cuenta. Espacios físicos, pero también afectivos, espacios muy precarios, claro, porque por todas partes reaparece ese buscarse la vida, en mil formas que nos enfrentan, que nos agotan, que nos convierten en seres autopromocionales y depredadores. Yo trabajo para una universidad privada en la que la matrícula anual cuesta 47.668 dólares. Dependemos del juego del dinero para sostener nuestras vidas: casa, comida, atención médica, guardería, etc. Tenemos la enorme suerte de pertenecer a ese sector de la población que por lo menos tiene acceso al juego. Desde 2011, tenemos incluso la suerte de poder escamotear algo de tiempo al juego, para intentar seguir manteniendo esos espacios en los que intentamos –siempre con muchas dificultades y contradicciones- que no todo pase por el dinero, que no todo pase por la competición. Por lo menos hacer sitio para imaginar otra cosa.

Cuando volvemos a España encontramos a nuestros amigos y a nuestras familias con sus historias de buscarse la vida. Todo el talento, las ganas, el cariño. Verdaderos despliegues de imaginación y esfuerzo en medio de la aridez. Más niñas y niños van llegando, otros crecen, todo sigue misteriosamente adelante, pero lleno de cicatrices y heridas profundas por dentro.

Miro a los ojos de mi amigo. Quién me iba a decir que las cosas iban a ir así. Soy de esas personas que sigue manteniendo a su pandilla del colegio. Pero ellos están aquí y yo allí. Desde el 15M a veces nos da apuro, pero no dejamos de sacar la conversación sobre “lo que está pasando”. Detectamos esa contención, incluso ahora. Para nosotros es más fácil ilusionarnos, eso seguro. No estamos trabajando 12 horas al día en una empresa de mierda, no nos acaban de echar, no hemos tenido que volver a vivir con nuestros padres.

Y sin embargo. Mi hermana me cuenta que están en una asociación haciendo cosas para mejorar la escuela del pueblo. Mi madre sigue con sus grupos de lectura, cada vez hay en más sitios. Mi cuñada y su marido renuncian a producir más vino ecológico del que pueden hacer bien, aunque lo podrían vender, y tienen que matarse a trabajar. Un amigo ha conseguido hacer su vida en bici en la ciudad, y quiere que le defiendan más a las bicis. Otra anda en un grupo de madres solteras por elección, nos cuenta todas las cosas que la ley no les reconoce. Mi suegro ha oído lo de la derogación de las rentas antiguas y está preocupado por perder su piso a los 80 años.

Pero cuando sale Podemos en la conversación, a pesar de la generalizada ilusión –contenida- cuesta hilar el tema, es como si ese fuese otro capítulo. Comentamos resultados, encuestas. Hasta su jefa ha votado a Podemos, dice mi cuñado. “¿Viste como dejó en ridículo a Esperanza Aguirre?”. Constantemente reaparece la referencia a esos personajes, a esos archi-villanos que de pronto son muy importantes para canalizar algo, para dar nombre a algo (Marhuenda, etc…). Nos sorprende como siempre se vuelve a ellos.

Mis padres están intentando contribuir a poner en marcha el círculo Podemos de su comarca y vamos con ellos a una reunión. Dos temas dominan la conversación: por un lado, hacer programas electorales para los pueblos (lo cual implica también, aunque no se dice, elegir candidatos para que se presenten con esos programas). Por otro lado, conectarse con cosas que la gente ya está haciendo (luchas contra el fracking, agricultura cooperativa, turismo sostenible, etc…). En Guanyem Barcelona oímos mucho la idea de “no queremos sustituir a nadie”. No tanto en Podemos, aunque también. En la reunión las mujeres hablan muy poco. Parece que lo de hablar de proyectos futuros les va más a los hombres. En esos días nos llega la información de que alguien de Podemos comentó que el aborto no debería ser un tema prioritario en el discurso del partido. Déjà-vu: ¿no ha pasado esto ya en Latinoamérica? Nos acordamos también de las amigas feministas que están en Podemos, volcadas.

De vuelta a lo que ya extrañamente es nuestra casa, en este otro país. Nuestro hijo reconoce sus juguetes. Y nosotros, ¿qué hacemos aquí? ¡Hablando de desconexiones! Un grupo de Marea Granate Nueva York (la marea de los emigrados) arranca a duras penas, es dificilísimo encontrar un día que nos vaya bien a todos para quedar. Los amigos no españoles andan organizando cosas en torno al cambio climático, va a haber una gran protesta. Parece que de una forma u otra el partido Demócrata está metiendo dinero en esto. Nos reencontramos después del verano, con los que son aquí lo más parecido a la familia de nuestro hijo: amigos y, desde 2011 -aunque a duras penas- algo así como “compas”. En Filadelfia se está por formar un círculo Podemos, que pone en marcha gente no sólo de mi universidad, sino de mi departamento. No puedo asistir a la primera reunión porque tengo que acompañar a mi hijo en su primera semana de guardería –esa guardería que nos cuesta una pasta. Pero iré, claro. A lo mejor podríamos conectar las cosas de la Marea Granate con el Podemos de aquí. Tocar suelo. Cosas como la red Federica Montseny, que no son sólo programáticas, sino de ayuda mutua. Pero, ¡uy!, ya estoy, haciendo programas…

Y es que, en fin, queremos tocar suelo, pero cómo no pensar que estaría muy bien que hubiera una concejala que facilitara al grupo de mi hermana los recursos que necesitan para mejorar su escuela, una presidenta de comunidad autónoma que fomentara empresas sostenibles y ecológicas como la de mi cuñada, un Estado que se pusiera al servicio de organizaciones asamblearias como la PAH, que pelean por el derecho a la vivienda desde el terreno. Etc.

Ayer, tomo unas cervezas con un amigo colombiano. ¿Es posible eso, un Estado que no se coma la energía de los espacios comunes y democráticos, que más bien los apoye? Él no dice que sí ni que no, pero dice que, sin ánimo de molestar, ve en los españoles una ingenuidad política que le hace tener más esperanzas que en el caso Latinoamericano. Que los españoles se han reencontrado recientemente con la política, dice, y que por eso son menos dados al cinismo.

Por mi parte, no sé si por ingenuidad, decido dejarle a él la última palabra.