El capitalismo soy yo.
El capitalismo es el miedo, el miedo a no ser nadie, a que nadie te reconozca, a no ocupar ningún espacio, a no tener ningún valor, a no ser un yo. El capitalismo es una bolsa de plástico en la que nos metemos, adquiridos, en posesión, listos para llevar a algún sitio donde se nos dé un poco de valor de ese que a veces no conseguimos creer que tenemos.
Es como un Netflix, un Facebook con infinitas variaciones, un puto algoritmo cada vez más sofisticado. Una especie de contenedor capaz de adoptar mil formas distintas para aplicar siempre la misma asepsia, la misma sensación de turismo, de espectáculo, de las cosas son así, de qué interesante, de otra novedad, de supermercado, de te has ganado unos puntos, unos likes. Es la revista Vice, la revista Adbusters, los catálogos de las transgresiones posibles. Es la “oferta cultural”. El capitalismo para nosotros, habitantes de las zonas de la sociedad que se salvan (por ahora) de la catástrofe, es ese satinado de las páginas, acabado redondeado de los logos, sencillez y claridad en el diseño de las apps, cuadrícula de calles de aceras anchas, pasillos de aeropuerto, pantalla nerviosa siempre dispuesta a iluminarse, cuenta en el banco y lista de currículo, lista de contactos, de relaciones, experiencias, plan de progreso y de diversión. Plan capaz de incluir también el barro, el pelo, la suciedad, el cuerpo, el vómito, la muerte, el dolor ajeno, el activismo y la revolución como otros tantos contenidos, ítems, realidades a experimentar, susceptibles de ser valorizadas.
Es esa flexibilidad, esa capacidad de integrar todo, la que nos jode. Usa cosas muy básicas de la existencia para confundirnos, para echarnos a la cara ese “es lo que hay” que le caracteriza. Por ejemplo: el capitalismo se aprovecha del fenómeno de la individuación para invisibilizar nuestra interdependencia, para invisibilizar el hecho de que nacemos de un cuerpo materno, la presencia material de los otros en nosotros, la indispensable y constante contribución de otros seres a nuestra supervivencia, al sentido que nos orienta y a la materia que nos alimenta. Nuestra pluralidad. Entonces, el capitalismo esconde todo eso y te dice: “¿no lo ves?, es evidente que estás solo, tú eres tú, estás aquí, eres el punto de partida, aquí estás tú, y ahí están los otros y el mundo, y ahora ve y juega, relaciónate, pon el mundo a tus pies, o por lo menos haz algo interesante, joder”. Gran mentira. Qué tristeza esa vida capitalista. Mi vida.
Y lo que también hace el capitalismo es alimentarse de ese miedo que decía, ese miedo que es miedo a la muerte, a lo no-existencia, y que ahora que ya tengo más de 40 años y un trabajo fijo, creo que cada vez entiendo mejor, ese nihilismo profundo, ese “¿para qué?” (como se pregunta Alice al constatar “la terquedad de los puertorriqueños de seguir escribiendo poesía a pesar de que la isla se está hundiendo” (16)). Así dice el capitalismo: “más vale que te des prisa, el tiempo pasa, mira los otros cómo se han hecho un nombre, cómo ya han conseguido esto y lo otro, mira cómo aquí el que no corre vuela, y tú qué haces, más vale que espabiles ya, deja algo hecho antes de volverte viejo y enfermo y palmar, viaja, explora el mundo, haz que la gente sepa quién eres, ten una vida que valga la pena porque sino, ¿para qué?”.
Pero qué triste todo esto, cuando yo lo que tengo es una alegría enorme por haber leído (tres veces ya) la novela Caja de fractales, escrita por Luis Othoniel Rosa. Pero es que siento la necesidad de decir esas tristezas, para poder comunicar mejor la alegría de esta lectura, precisamente. Porque qué bonito es cuando un amigo ha estado trabajando, -se lo ha estado currando, como diríamos lxs ibéricxs-, con ahínco, mientras el tiempo pasaba y hubiera sido tan fácil no hacerlo, no hacer el esfuerzo, y sin embargo, el amigo ha hecho el esfuerzo, ha encontrado las maneras y las palabras, y ahí está ahora esa novela enfrente de toda esta bola de miedos e imposibilidades en la que fácilmente se nos puede convertir la vida. Y lees esta novela, Caja de fractales, y de pronto parece tan real y tan irrebatible que claro que hay otra vida, que claro que hay no uno sino varios “afueras del capitalismo”, como escribe Alan Pauls en la contratapa. ¿Será verdad al fin y al cabo esto del poder que tiene la literatura, eh?
Aunque por cierto, que tratando de pensar estas sensaciones de lectura, me parecía que hay algo demasiado rígido y perfecto en esos cinco afueras del capitalismo que Pauls encuentra en la novela: el futuro, el espacio, la alucinación, la muerte y la literatura. ¿Y el gato? ¿No está también ese gato que se sabe tan bonito fuera del capitalismo? ¿Y la amistad? ¿Y la conversación? ¿Y la cocina? ¿Y la velocidad de las montañas? ¿Y las historias de vida? ¿Y la lucha política? ¿Y la infancia? ¿Y los cuidados? ¿Y la ingeniería al alcance de cualquiera? ¿Y etc, etc? En realidad, ¿cómo decirlo?, ¿no es que todo está y no está en el capitalismo, que todo puede estar y no estar? Depende del modo de relación con el mundo que se dé, ¿no? Hay algunos ámbitos (esos mencionados) que quizás son particularmente propicios aquí y ahora para alterar la relación capitalista, sí. La novela los trabaja, sí, pero la riqueza de esta novela es justamente no reducirse a “temas”. Por eso me preocupa la enumeración de Pauls. ¿No son esos cinco ámbitos demasiado recónditos, demasiado “alternativos”? Es que muchas veces la cosa de decir que el capitalismo está por todas partes no deja de ser una fascinación con nuestra propia impotencia, ¿no?, y entonces vendría la literatura a compensar (junto con esas otras “realidades” que serían así como poquito reales: el futuro, el espacio, la alucinación, la muerte). No veo este afán compensatorio en Caja de fractales. He estado leyendo unos textos maravillosos de Eva Fernández en los que rastreo esta idea tan importante, cómo no escribir para la derrota, no hacer una literatura que compense por la vida de mierda que tenemos, sino una literatura que sea una herramienta más para cambiar de vida. O más exactamente: “No se trata de héroes, de obras comprometidas. Lo que debemos cambiar es de vida y así, de obras”. (Othoniel, por cierto, ¡te recomiendo muchísimo que leas a Eva!)
Saber procurarse la cercanía de lo que nos hace mejores. Pitufos, amistades, libros sobre la edad media, sustancias psicoactivas que son la sal de la tierra (como por ejemplo la comida o la risa), historias buenas que nos han contado. Othoniel siempre fue muy bueno en eso, en saber procurarse y guardar (y compartir) cachos de vida que nos hacen bien. En su primera novela, Otra vez me alejo, ya fue montando un mundo literario con esas cosas que ha tenido la paciencia y la sabiduría de no desdeñar, de no dejar caer en la lógica del valor/no valor que la existencia capitalista proyecta sobre ellos. Se va acercando a estas cosas como oblicuamente, sin querer hacer de ellas banderas, con una especie de humildad literaria. Y las ofrece. Es una belleza, la verdad.
Y entre ellas, entre esas “cosas”, de una forma central, la literatura como una conversación entre amigxs, como una forma de rescatar lo mejor de las amistades. Todo empezó cuando conocimos a gente que venía de partes diversas del mundo a uno de los pocos lugares donde todavía más o menos se puede vivir de leer y escribir sobre literatura: las universidades (forradas) norteamericanas, nuestras empleadoras y principales candidatas a robarnos el alma. El mercado literario sería otro candidato. El activismo profesional quizás un tercero. Pero, a lo que iba: llegar de distintos lugares del mundo a lo que Othoniel ha llamado “el Pueblo de la Princesa”, con nuestras becas protectoras, y entablar una amistad intensa, bien regada de noche y literatura, y pronto también de esos “alejamientos” que se concretan rotundamente en distancias geográficas más apabullantes de lo debido. Diáspora. Lxs amigxs se dispersan según el capricho del mercado laboral. Se acabó lo bueno. Pero algo queda, algo se ha producido en esos encuentros, algo que Othoniel se ocupa de rescatar cuidadosamente y de convertir en literatura. Mientras tanto, fuera de las páginas, la Universidad nos ofrece precariedad pero también, un camino muy claro hacia ese “ser alguien” que el Ego y el capitalismo a la par persiguen con ansiedad. Nos ofrece un plan de vida muy concreto, unos peldaños que ir subiendo, un pequeño mundo profesional y unas migajas de “prestigio”, además de algo de platita (a algunos más que a otrxs). Cada cual encontrará sus maneras de que ese plan no se trague por completo su vida, sus líneas de fuga, sus “afueras”. Ya no es tan fácil como antes hacerlo juntos, ya no estamos en esa especie de break saleroso que el capital da a los estudiantes, incluso a los estudiantes de doctorado, cuando los beca, y los deja vivir juntos, ser roommates, y hablar de literatura aunque estén ya talluditos y en edad de ir viendo cómo hacen para “sentar la cabeza” (gran eufemismo de: conseguir dinero de forma regular y dar valor a lo que el dinero da valor).
Llega el 2011, con sus revueltas, las derivas activistas. Othoniel había puesto en marcha el “colectivo de lectores” El Roommate, la página de reseñas de literatura en internet, que sigue avanti. Son ya casi siete años desde que, en las plazas, se palpaba esa certeza de que claro que el capitalismo no es la vida, la certeza que ahora me traen las páginas de Othoniel. En fin. En Xpain nos hemos llevado una hostia yo creo que particularmente notable (pero ese es un fatal resumen de todo lo que ha pasado, obviamente, y mejor lo dejo por ahora, ejem). En lo que concierne a la politización a la que Caja de fractales es fiel, me parece que el tiempo pasado ha añadido un elemento terriblemente fundamental: la frontera frágil entre las zonas de catástrofe y las zonas de relativo bienestar en el mapa del capitalismo global ha sufrido un desplazamiento constante durante estos años. La novela es tristísimamente premonitoria en lo que concierne a Puerto Rico. Releyendo después del huracán María, no se puede evitar un escalofrío: “caminitos que no acaban, montañas y valles de soledad y ruinas, hasta llegar al área metropolitana, única con luz eléctrica, sobrepoblada, con luces que pestañean, que parecen echarle guiños a la oscuridad que arropa las afueras; en los suburbios metropolitanos se pueden ver una docena de familias ricas escondidas en murallas defendidas con armas, todo un pueblo amurallado y militarizado para mantener al resto de la población afuera” (14). La oscuridad crece, y Othoniel está cerca, bien cerca, de esas zonas en las que el desprecio del capitalismo a la vida se manifiesta con una violencia asesina. Puerto Rico es ahora mismo una de las capitales mundiales del capitalismo del desastre. Y esto está ya en cierta forma en Caja de fractales, pero quizás no en toda su dureza. ¿Cómo aguantará la alegría literaria de Othoniel esa dureza?
Porque, eso creo, no se trata de temas, sino de maneras de hacer. Por ejemplo las que, tanteando, acabo de llamar humildad y alegría literarias… Leyendo reseñas de Caja de fractales por la red he encontrado alguna referencia muy interesante a la combinación de velocidad y lentitud, que también es notable en Otra vez me alejo. Hay también algo así como una combinación de juego y de dureza. Velocidad porque Othoniel se permite la brevedad y la profusión de narraciones, de ideas, de imágenes. Juega con algo (por ejemplo: con la idea de que los seres humanos somos depósitos de información –genes- para la reproducción del universo), lo hace brillar y lo abandona pronto. Por ejemplo también: la historia de vida de una boxeadora que recupera un amor de juventud y es asesinada por ello; la historia de una profesora que no consigue tenure y asesina a sus colegas de departamento por ello; la historia de un libro llamado La dignidad que se escribe cada vez de manera diferente y se dirige a un solo lector. Etc, etc, etc. Hay una brevedad, un pasar de un asunto a otro, un ritmo y a la vez una abundancia, una generosidad que tiene que ver con esa humildad, con no querer exprimir las cosas, con dejarlas ser. ¿Suena muy grandilocuente? No sé, me gustaría poder decir estas cosas, si me permitís. Creo que la literatura todavía puede hacer eso.
No estamos descubriendo el Mediterráneo (ni el Caribe). Constantemente, se trata de algo tan viejo como extrañar lo que pasa por normal para abrir el espacio de lo posible y hacer estallar lo real, el “esto es lo que hay”. Othoniel trabaja las diferencias de velocidades (pitufos lentos, velocidad conceptual máxima), de “reinos” (punto de vista del gato, devenires animales, vegetales y minerales, angélicos), de escalas (universo, ciudad, persona, bacteria), de tiempos (desde 2017 a 2701), de formas de individuación (mente colectiva, grupo de amigos, muerte unipersonal), de formas de organización social (desde el capitalismo del desastre a los morideros, a la utopía de las catedrales excavadas en la roca, etc). La realidad prolifera fractálmente sobre un fondo de devastación masiva y de muerte constante, irremediable, inescapable de los seres queridos de los que estamos hechos. Juego y muerte.
Ahora bien. No quiero dejar de preguntarme, para terminar, y sé que entro en terreno minado, ¿cómo sonaría todo esto si esta novela se hubiera publicado en Anagrama, por ejemplo? ¿si esta novela hubiera sido una presencia constante en los suplementos culturales de los grandes periódicos? ¿si Othoniel se hubiera prestado a ser llamado “uno de los jóvenes escritores más…”, etc?
Una vez más diremos: no es que no haya contradicciones, siempre las va a haber, no se trata de purismo, ni de moralismo.
Pero… No, Caja de fractales no sería el mismo artefacto literario, su apertura de imaginarios para vivir fuera del capitalismo no sería igual de fértil, creo. Othoniel ha encontrado una manera interesante de relacionarse con la máquina mediática y el mercado literario para no ser completamente aplastado. Por un lado, la elección de la editorial, Entropía. Por otro, en las entrevistas que le han hecho suele hablar de la precarización de la universidad en USA, suele mostrarse como parte de ese colectivo de puertorriqueños y en general latinoamericanos en la diáspora, nómadas de campus en campus, enmarca su figura de escritor ahí. Pone en relación esa precariedad con la ola rebelde del 2011, con la crisis del capitalismo, con Occupy Wall Street y con las huelgas estudiantiles en Puerto Rico. Defiende las editoriales independientes, habla de literatura no publicada, de libros fotocopiados, de las redes de amistad y complicidad literaria entre poetas y escritores que se leen, que se traducen unxs a otrxs. El gesto de leernos entre nosotrxs, me parece que no es algo menor en los tiempos de tristeza narcisista y ansiedad constante que corren. Othoniel va tejiendo un espacio en el que sea posible escribir novelas sin comportarse como un auténtico idiota, sin heredar los peores elementos de una tradición de, por decirlo en puertorriqueño, macharranes endiosados que hacen de la literatura un homenaje a su propio bicho. Los riesgos de ser convertidos en marcas, de acabar reproduciendo el capitalismo, el patriarcado, la figura del intelectual por otros medios, ahí están, no es tan fácil, etc. Ok.
Pero la confianza y la gracia serena de Othoniel a mí, la verdad, me dan mucho ánimo.
¡Lean pues Caja de fractales, si pueden!
¡Formemos brigadas internacionales de escritorxs submarinos y pitufiles!
¡Plantemos cara al capitalista cabrón que hay en mí!
¡Reforcemos nuestros vínculos, no sucumbamos al desánimo, preparémonos juntxs para escribir el fin del capitalismo!
¡Veámonos pronto en las badlands y sigamos celebrando esta novela como se merece, Othoniel!

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