Saludo a Trincheras permanentes, de Carolina León

El frío ha llegado muy tarde este año a Nueva York. Pero ha llegado. La primera nevada cayó la semana pasada, anteayer las primeras temperaturas bajo cero. Cuando terminé de leer Trincheras permanentes todavía no habíamos entrado en esta fase congeladora, en la dureza esta, áspera, bastante jodida, pero que desde luego te despierta, en la que nos pasamos casi la mitad del año las 8 millones y medio de personas que andamos por aquí. Era otra sensación.

Como digo, el frío tardó mucho en llegar, hemos tenido un otoño veraniego, largo, generoso, con mucho parque, tardes y tardes de parque que siempre parecían la última pero no. Mientras leía el libro de Carolina León, mi hijo empezaba a ir a una escuela nueva, feliz, con su inmensa capacidad de olvido, la de sus 5 años, y nosotrxs (Bego y yo), seguíamos su estela alegre. Nueva rutina mañanera, cruzar el río en el metro atestado cada día para llegar a esa escuela deseada y que efectivamente se confirmaba como un lugar donde podías mirar a la cara a la gente, y no tenías que refugiarte en el móvil cada vez que había un silencio. Un lugar de una extraña familiaridad, enseguida una segunda casa, con puertas bien abiertas y abundantes excusas para quedarte un rato más, su parque al lado, las canciones todos los viernes en el auditorio, amigas nuevas que nos recibían con curiosidad no disimulada, una calidez, nada espectacular pero sí muy consciente, buscada y defendida un poco a lo “pueblo galo” en medio de la vorágine de la metrópolis gentrificada y la era Trump.

Entrábamos en el año tranquilamente esta vez, resistiendo la costumbre del agobio, dando la bienvenida a nuevas complicidades en esa escuela, y todavía muy metidos en las sensaciones de un verano hermoso con casa comunal en el campo, tomándolo con calma y abriendo los libros que habíamos traído en la maleta. Leí Trincheras permanentes y pensé, una vez más: qué pocos libros enteros y del tirón leo ya. Y pensé también que quería escribir, como mínimo, un “gracias”, un “saludo”, así lo pensé, a este libro que siento como un libro amigo, especial. Un libro esperado, anticipado, que salía de un mundo por lo menos en parte compartido, cercano. Que hablaba de una politización que, así lo sentíamos, era la nuestra también.

“¿Para cuántas más estos años han estado marcados por la muerte de un familiar, la pérdida del trabajo, la amenaza del desahucio o la desestructuración del nido, y en el dolor o la confusión no ha sido posible entender ese acontecimiento como parte de algo general?”, pregunta Carolina al principio del libro.

Bego y yo, primero ella y después yo, subrayamos esta frase en la que la inclusión de “la muerte de un familiar” (como primer ejemplo, además) podría sorprender, al igual que quizás también esa “desestructuración del nido”, que es un poco, me parece, el punto de partida del libro: ese traumático proceso de divorcio que cuenta la autora. ¿Son la muerte de un familiar o la separación de una pareja tan “parte de algo general” como el paro o los desahucios?

La madre de Bego murió pocos días antes del 15M, pasamos los días previos a esa fecha clave en los pasillos y salas de espera de un hospital de Madrid, metidos en una película de terror privada, aislados de todo, y viendo como los cuidados paliativos nunca llegaban y la familia alrededor de esa mujer clave y pilar de muchos equilibrios inestables se empezaba ya a resquebrajar mientras ella agonizaba. Fue una muerte de esas que no sólo dan pena, sino también rabia. Nuestro 15M estuvo silenciosamente marcado por ella. Nuestra politización fue, de una manera un tanto extraña, alumbrada por la muerte de María Paz, desde ese momento en que nos encontramos con que algo había estallado ahí fuera, alrededor de nuestra rabia, y con que esta rabia ya no era privada (ni era ya solo rabia: también mutaba en alegría e inteligencia colectiva). Desde ese momento, hasta hoy.

De una manera quizás un tanto extraña, digo, se articuló nuestra politización con la muerte de un familiar. De una manera que no parece, sin embargo, resultar extraña en absoluto para Carolina León, al juzgar por esa frase que he citado.

No trato de hacer una “reseña”. Sólo, como decía, un saludo cariñoso a este libro, que de paso me ayude a articular también lo que me ha suscitado leerlo, lo que me rondaba al leerlo en el parque, en esos días de sol otoñal, y que aún me ronda en estos primeros fríos. Creo que si algo recordaré del libro es precisamente ese principio en el que vemos vagar a su protagonista y autora por las calles de Madrid, llorando en los transportes públicos y entrando en los bares, sin saber qué hacer, “dónde meterse”. La relación entre el suceso supuestamente “privado” de su divorcio (con el dolor consiguiente) y su politización.

“No sé si habrás probado a pasear por una ciudad en la que no conoces más que a un puñado de personas siempre muy ocupadas y con sus respectivas parejas, sin dinero, un fin de semana tras otro”. Ese no encontrar dónde meterse, esa calle que está vacía porque todo el mundo anda en sus quehaceres múltiples y tratando de ganar o gastar dinero, es lo que recordaré quizás más claramente del libro, esa imagen. Porque esa calle es justamente la que se llena después, en el 15M. Nosotros participamos en Occupy Wall Street, aquí en Nueva York. Siempre nos preguntamos cómo teníamos tiempo para pasarnos horas y horas en la plaza ocupada (cómo teníamos tiempo tantas y tantas gentes), cuando ahora, se supone que nunca tenemos tiempo para nada (corriendo siempre detrás de mil obligaciones y proyectos). ¿De dónde sacamos entonces el tiempo? ¿Cómo “hicimos tiempo”?

Tratar de no ser nunca una de esas “personas muy ocupadas” y “con sus respectivas parejas” (haya o no haya plaza): he ahí un propósito claro que me regala este libro.

Pero no es nada fácil. La autora “rompió del todo el caparazón en el que vivía” y descubrió “otras realidades”. “Éstas estaban en la calle, a veces en la plaza del barrio, a veces en edificios ocupados o espacios que creaba gente diversa y estaban sucediendo delante de mis narices”. El libro yo lo he entendido un poco como un recorrido por esos espacios, que no dejan de tener sus dificultades propias. Hay una especie de doblez inesperada que se repite: en Calafou existe un propósito claro y unas normas de convivencia para una vida “post-capitalista”, pero también aparece un adolescente por allí, sin más, para quedarse y provoca una situación imprevista, una especie de “adopción colectiva”, en Garaldea justamente cuando parece que cierta “autosuficiencia material” se ha conseguido con mucho esfuerzo, es cuando surgen problemas profundos de convivencia y resulta que queda todo el trabajo del mundo por hacer, en el relato sobre La Casika de Móstoles hay dos partes claramente diferenciadas; la historia de un centro social de larga resistencia, con sus dificultades y victorias, y la confesión del trauma que ha supuesto el suicidio reciente de un amigo para esa comunidad, en la asamblea de Ganemos del barrio hay una separación clara entre la rigidez formal de las reuniones y la distensión posterior, cuando termina la conversación oficial, ya en el bar, donde “poco a poco se pudo ir incluyendo la vida”.

Muchos nombres para esa doblez (todos con sus insuficiencias): lo público vs lo privado, producción vs reproducción, política vs cuidados, mundo masculino vs femenino… Y también algunos momentos quizás diferentes, en los que la doblez puede seguir estando ahí, pero entramos, como si dijéramos, por el otro lado. Es el caso de las páginas, para mí hermosas e intensas, en las que, más allá del recorrido a través de experiencias explícitamente políticas, se conversa con gente tan especial como Marga de Vallekas, que adoptó dos niños que estaban en peligro, y Antonio, que se metió a cuidador de ancianos después de haber recorrido el mundo. En busca, tal vez, de “la radicalidad o la belleza del cuidado”.

“Los niños son de todos y hay que hacerlos felices”, dice Marga. “Ellas no han venido a mi vida a rellenar un vacío”. “Y no, no me estoy ganando el cielo, si hubiera el cielo alquilaría mi parte. Aquí abajo están el cielo, el infierno, todo.” “Los niños y los viejos son de todos”.

Y Antonio añade: “Hay veces que no es que yo esté ayudando, es que a mí me ayudan también, en el sentido de hacerme ver cosas que antes no veía. No es que esté haciendo un trabajo como ‘hermanita de la caridad’. Cuidando sientes que te cuidan. Es como ese intercambio de fluidos cuando estás criando al hijo. Con los mayores me ocurre igual”

Me quedé fijado en ese “hacerme ver cosas que antes no veía” y en ese “intercambio de fluidos”. Más tarde, ya en estos días de frío impepinable, fui a buscar una entrevista del Colectivo Situaciones a Suely Rolnik que me había fascinado cuando la leí. En ella Rolnik propone otro de esos binarismos, de esos nombres para la doblez. Percepción vs “cuerpo vibrátil”: “Por ejemplo, si yo te miro sólo con mi capacidad de percepción lo que veo es una forma que rápidamente asocio con mis representaciones y así puedo ubicarte inmediatamente como: argentino, hijo de desaparecidos, militante de tal grupo, etc. En dos minutos ya estás ahí, fuera de mí. Pero si yo pongo en actividad esa capacidad otra [el “cuerpo vibrátil”] de todos los órganos de sentido, del ojo, del tacto, del olfato, de la escucha, tu presencia viva como conjunto de fuerzas me afecta y pasas a ser una sensación en mi propia textura sensible, como si fueras parte de mi cuerpo. Pero esto no es una metáfora, es real”.

Intercambio de fluidos. Cuando Bego y yo adoptamos al bebé que ahora tiene 5 años, quería compartir con todo el mundo, maravillado, las primeras sensaciones de la crianza, quería contar a quien quisiera escucharme, ahora me doy cuenta, que ese nene se había hecho parte de mi cuerpo. Carolina escribe: “…cuidar es radicalmente hermoso porque te saca de tu ‘fantasía’ y te vincula sin dobleces”. Pero añade también: “Eso solo puede suceder cuando el cuidado no es condena o maldición. La radicalidad o la belleza del cuidado no es tal si se ha entregado la individualidad entera por una suerte de automatismo”. Los hombres como yo tenemos el privilegio de no haber sido “condenados” al cuidado, y por tanto también de poder elegirlo libremente. Carolina escribe: “Cuando ellos se escapan de su lugar asignado es casi delicioso, porque es muy libre”. Y también: “Hemos de poner a los pies de todas la oportunidad de no ser cuidadoras. No de las blancas y de clase media, de todas. Hemos de apartarnos un poco para que otros entren, antes de que emerjan otra vez los esencialismos de lo ‘femenino’. Y, mientras tanto, quizás seamos capaces de abrir el significado de los cuidados a nuestras prácticas políticas”.

Suely Rolnik asocia la capacidad del cuerpo vibrátil a las mujeres. Carolina León, escribe algo que, como hombre, nunca se me hubiera ocurrido decir con respecto a mi hijo: “En aras de la misma idea, quiero que mis hijas aprendan a caminar por los placeres, también ciertos, de la fantasía de su individualidad”.

Afuera sigue nevando, las noches son cada vez más largas. Aquí a veces me parece como si fuera de noche durante varios meses. Este es un textito para expresar mi agradecimiento y alegría por Trincheras permanentes. Desde el otro lado de un océano, desde el otro lado del género, a ¿cuántos años van ya? del inicio de esa politización compartida, quería contar que este libro me ha afectado, y me ha apelado. Hoy mismo Carmena, (la Carmena a la que, ya en junio del 2015, Carolina tuvo que recordar que su alcaldía se debía a una potencia colectiva), destituye por su cuenta a un concejal, y leo algo de una apelación a que decidieran “las bases de Ahora Madrid”. ¡Ay! Han pasado muchas cosas en estos años, ¿no? La parte “oficial”, “representativa”, la parte patriarcal, “política” (institucional) de nuestra politización común… ahí está, ocupando tantísimo espacio.

Otra cosa que ha pasado en estos años, afortunadamente, es que Carolina León ha perseverado en montar un libro que, en muchos sentidos, lo tenía todo en contra para existir. Que en ese libro ha trenzado otros hilos abiertos y fundamentales de esa vibración común que a muchxs nos cambió la vida.

El hilo de “los cuidados”, “la reproducción”, ese sostener el mundo al que María Paz dedicó su vida, hasta el último momento.

 

trincheras