(texto escrito con Helena de Llanos y publicado en Horizontal)
Imaginemos una gran máquina de hacer cultura.
Imaginemos una máquina imparable de producir valor cultural, de abrir convocatorias, de celebrar eventos, inaugurar exposiciones, simposios, etc.
Imaginemos ahora un diminuto rincón de ese sistema: un ayuntamiento rural, con su nuevo centro cultural, que se terminó de construir justo en el año de la llamada “crisis”, el 2008. Pero ahora el flamante centro cultural está vacío. “No hay dinero”, claro. Bueno, habrá que hacer algo para llenarlo, así que se lanza una convocatoria “low cost”: se usará el centro como “residencia de artistas”. Básicamente se deja que los artistas vivan allí, y se les pide a cambio un par de frases sobre su trabajo, para ponerlas en el informe de actividades o en la web, es decir, en lo que antes se llamaba “el prospecto”. Ya en el ‘84, en los inicios de la solidificación de la actual máquina cultural española, Rafael Sánchez Ferlosio había escrito, indignado: “la única función real de los actos culturales es que hayan llegado a celebrarse, y el prospecto es su testimonio perdurable”.
Pero lo que pasa es que, en 2012, para algunos jóvenes tener un sitio donde dormir y donde poder concentrarse en un proyecto artístico es más que suficiente. Parados o precariamente empleados, becarios o estudiantes eternos, obligados a vivir al día ante la debacle de las expectativas laborales de toda una generación, se han encontrado valorando las cosas de otra manera. O, según lo resumió el slogan de la organización “Juventud sin futuro”, se han encontrado “sin casa, sin curro, sin pensión: SIN MIEDO”.
Y sí, la verdad es que probablemente era necesario vencer unos cuantos miedos para hacer lo que hicieron los jóvenes que obtuvieron la “residencia de artistas” en el Centro Negra, Espacio de investigación y creación contemporánea de la localidad de Blanca, Murcia, en 2012. Llegaron y pusieron unos carteles por todo el pueblo que decían: “¿Hacemos una peli? Si te apetece que hagamos una peli entre todos, ven al MUCAB el lunes 15 de octubre a las 7:30 y verás como hay mil formas de participar.” Cuando llegó el día, las personas que acudieron (mujeres y niños en su mayoría), se quedaron muy sorprendidas de que no se les dijera qué película había que hacer. “No, no, eso lo tenemos que decidir entre todos.” Tras un momento de perplejidad, fue como si se abriera una presa: “¡uy, será por historias!, con todo lo que hemos pasao”, decían las señoras mayores. Mientras, los niños y niñas ya estaban escribiendo y dibujando las suyas.
Así, artesanalmente, se empezó a tejer lo que acabaría siendo la película NegraBlanca. Salió lo que podía salir, lo que estaba allí, latente en las ganas de contar de quienes llegaron a Blanca y de quienes en el pueblo se animaron a hacer la película. Pero había que poder. Había que poner en marcha miles de sutiles inteligencias colectivas para hacer una película capaz de dar espacio a las historias de crímenes y de misterio que se les ocurrieron a los niños, a la memoria del trabajo manual, de la pobreza y la violencia que arrastraban las mujeres mayores, a los deseos de hacer cine comunitario que traían las jóvenes de la ciudad. Pero también al presente neoliberal de un pueblo de 6,000 habitantes al que, como a tantos otros, le acababa de explotar una gran burbuja de especulación económica en la cara. Un pueblo, por lo demás, que ofrecía a la película sus impresionantes paisajes de piedra y árboles frutales, los ecos de su pasado morisco, y la presencia de sus trabajadores migrantes marroquís, su pequeña parte vieja casi derruida y su, no uno, sino dos recién construidos centros culturales, su casi desaparecida y un día floreciente industria del esparto, y sus escasamente resueltos conflictos políticos añejos, sus fantasías colectivas eternamente latentes y sus desbordantes leyendas, historias, rumores, maledicencias, esperanzas, solidaridades, pálpitos y trucos de magia.
No era nada fácil, y por eso digo yo que me parece que había que meterse unos cuantos miedos en el bolsillo para poder. Lo “normal” es que esas cosas no se hagan, que cada cual se quede en lo suyo: los artistas a su arte, y los demás, a admirarlo. Y cuando digo “yo”, digo un tipo que creció en un pueblo también de árboles frutales, bastante más al norte, que nunca pisó Blanca, pero que siguió el proyecto a distancia con mucha ilusión. Lo seguí con emoción, sí, desde otro remoto rincón de otra monstruosa máquina de producir valor cultural: la universidad privada norteamericana, que me ofrecía el empleo que no había podido encontrar en España. En ese rincón había coincidido con Helena de Llanos, la “artista residente” en el Centro Negra, que es quien empezó esta historia, y quien ahora más o menos acepta que la llamemos “detonante” o incluso “motor” del proceso. El 15M nos sorprendió a Helena y a mí en ese rincón norteamericano, y allí compartimos la carcajada en la cara del miedo que supusieron para muchas personas los movimientos globales de las plazas, desde el 2011 hasta hoy. Sin duda espoleada por la potencia del 15M –y también por su trabajo con el colectivo Cine Sin Autor–, Helena se inventó “¿Hacemos una peli?” y se marchó a Blanca en el 2012. Abrió una presa para después tirarse de cabeza al agua y bucear ahí un buen rato, sin salir apenas a coger aire.
Y no se trata de idealizar el coraje de Helena, igual que cuando hablamos de lo que ha podido y puede hacer la Plataforma de Afectados por las Hipotecas (PAH), por poner un ejemplo no tan lejano como pudiera parecer: no estamos idealizando el coraje de personas como Lucía Delgado y las otras 5 activistas que fueron “detonantes” y “motores” de la primera PAH.
Se trata de contar cosas concretas. Procesos que arrinconan al miedo. Y de los muchos miedos que había que meterse en el bolsillo para acometer NegraBlanca, dos me parecen centrales. Primero, el miedo a ponerse en la posición del “artista”, o en general, de aquel que produce cultura. Segundo, el miedo a hacerlo junto a aquellos a quienes no se les reconoce legitimidad para ponerse en esa posición.
Son muchas décadas de “grandes intelectuales” y de “grandes nombres”, de las “plumas más brillantes”, de las “cabezas más lúcidas de este país”. Son muchas ediciones de suplementos culturales de El País, de ARCO, de los Goya. Y el miedo no es solo a no ser lo suficientemente “artista”, lo suficientemente “genio”, lo suficientemente “inteligente”. Casi a veces parece que el miedo es más aún al posible ridículo que acecha a quien se aleje de esas figuras e instituciones del valor cultural. El miedo a no estar de vuelta de todo, el miedo a resultar ingenuo, a resaltar entre la espesura del cinismo imperante. A no haber leído lo suficiente para poder hablar, a no saber tanto como “los que saben”, a no ser lo suficientemente sofisticado, a no estar al día de lo que pasa en el mundo y en sus capitales culturales. El miedo a verse confundido con ese famoso monstruo llamado “la gente”: “es que la gente de este país es idiota”, “la gente lo que quiere es ganar dinero”, “la gente está abducida por la tele”, “la gente no lee”.
Qué, ¿te vas a un pueblo de Murcia a hacer una película con “la gente”?
En la película, hay un río, y una voz en off que dice:
“¿Cómo empezar una historia? / ¿hasta donde hace falta recordar? / La piedra nace con el mundo /El mundo ¿quién es? / El mundo es solamente una persona que va a terminar este mundo./ Hasta el fin del mundo. / Hasta el fin del mundo. /Un día moriremos no para dormir, /Sino para sacar la cuenta del pasado. /¿Cómo estamos en este mundo? /Una cuenta que nadie vivo puede sacar.”
Vemos las piedras, los frutales. Un posible origen geológico incontaminado es rápidamente desmentido por una precaria marca de pintura sobre la roca milenaria: alguien ha escrito “Blanca no vota”. La voz en off que recita esas frases es una voz extranjera al castellano. Eso, de alguna manera, no puede sino desmentir también cierta solemnidad inevitable. Pero además, antes ya, sobre el fondo del río, hemos oído muchas y plurales voces, acentos diferentes, registros léxicos claramente diversos hablando sobre la película. Ciudad y campo, jóvenes y viejas, educación formal o informal, escritura y oralidad. Todo ha resonado ya en esas palabras desde el principio, lo sabemos muy bien; nos hace falta muy poco para saberlo.
Porque en realidad, ¿quién no sabe que toda esa pantomima de “la cultura” es precisamente eso, un teatrillo? ¿Quién no sabe que si uno desvía la mirada de ese decorado orquestado por la gran máquina de fabricar eventos y productos culturales se va a encontrar no con un desierto, sino con una infinidad de materias vivas y en constante transformación? No es solo el pasado, las historias pendientes, sino todo lo que se está constantemente trabajando en lo cotidiano: una serie de historias y nociones que van constituyendo quiénes somos, qué es este pueblo de Blanca, dónde estuvieron y están sus límites, sus tesoros, sus potencias y sus agujeros negros. Si apartamos la vista del teatrillo de la cultura oficial nos encontramos con todo ese trabajo olvidado, que ahí está en marcha.
Hay un horno de leña, en la película, que conecta directamente por vía magia-cine con uno eléctrico. En un lado, el del pasado: las mujeres del pueblo hacen pan con sus manos, mientras cantan canciones populares, vestidas con ropas de otros tiempos. En el otro, el del presente: un panadero se va a jubilar y comenta con sus clientas la suerte que tiene por haber cotizado en la seguridad social, cosa que ellas no pudieron hacer cuando trabajaban haciendo esteras de esparto. “Haberlo exigido.” “Los jefes nos hubieran puesto en la calle.” “Ahora vuelven otra vez esos tiempos, que no van a cotizar por nadie.”
Esas mujeres son un pilar fundamental sobre el que se asienta todo este otro trabajo, toda esta otra cultura, y podríamos decir toda esa otra especie de realidad paralela que conocemos muy bien, que está ahí delante de nuestras narices, pero tan devaluada que a veces parece que no existe. No cotiza. Pero ahí está: cuando Helena se presentó en Blanca, un grupo de mujeres al que en el pueblo llaman “las atrevidas” enseguida se apuntó al experimento, y la película fue posible en gran parte por ellas. Pero, ¿tan especial es Blanca? No quiero hacer sociología barata, pero sé muy bien que en todos los pueblos hay algo parecido a unas “atrevidas”, que en todos los pueblos hay mujeres que montan obras de teatro, que no dudan en empezar a hacer yoga a los 60 años, que traen comida y bebida a la plaza para hacer meriendas populares, que cantan en un coro y que, en fin, se apuntan a no quedarse en casa solas y a probar cosas nuevas juntas. Que se animan y se atreven. Por eso en Blanca las llaman “las atrevidas”.
Pero no son solo ellas. Si apartamos la vista de la televisión y del suplemento cultural, ¿qué pueblo (o qué barrio) no está lleno de gente que tiene “ganas de hacer cosas”, y de gente que las hace? Y para hacer esas cosas, hay historias, hay materiales que están ya allí, si los quieres usar. Se dice que desde el castillo de Blanca, “en tiempo de los moros”, se construyó una galería subterránea que lleva hasta el río. Se cuenta también que los moros tenían una máquina de hacer dinero escondida en alguna parte. En todos los pueblos hay también una o varias casas encantadas. En la de Blanca, si abres la puerta ves un asesinato que está sucediendo allí dentro eternamente, una y otra vez. Hay también un tipo que camina con un negro nubarrón sobre su cabeza, al que las lenguas maldicen y que habita los confines del pueblo. Porque los pueblos están llenos de habladurías y de maledicencias también, claro que sí. Y de heridas abiertas. Cuando los niños de Blanca empezaron a desarrollar sus historias de crímenes para la película, algunos adultos pensaron que estaban basadas en los crímenes reales que habían sucedido durante la guerra y el franquismo. ¿La realidad supera a la ficción? Más bien la realidad está construida con historias, y un pueblo, ¿no será al fin y al cabo las historias que es capaz de contar?
“¿Hacemos una peli?” potenció capacidades y cambió lo que Blanca cuenta de sí misma. Y por tanto lo que es. Dio a luz a una versión posible de Blanca: NegraBlanca. Hasta el siglo XII, Blanca se llamó Negra, por la peña Negra. Y es que otra de las cosas que descubres cuando dejas de mirar hacia las “grandes luminarias de nuestra cultura”, es que la cultura que no es ese teatrillo del prestigio. La cultura que se sostiene cotidianamente y no a base de “grandes eventos” o “grandes nombres” se hace con el cuerpo. Y que ese cuerpo no solo es blanco, ni “europeo”, ni de “clase media”. Ese cuerpo, además, necesita comer y ser cuidado para vivir, aquí y ahora, y por eso nada de esto es una especie de “folklore” que podamos arrinconar en el pasado.
Tampoco la memoria es solo la famosa “memoria histórica”, que tan afanosamente se ha dedicado a comercializar la inmensa máquina cultural. Se trata también una memoria del trabajo manual, de la subalternidad femenina, del hambre. “Como éramos ocho y no teníamos para harina, la cogíamos de la que tiraban a los marranos.” Una memoria bien presente y con efectos bien reales sobre el presente. Recreando el trabajo artesanal de esas estereras que fueron «las atrevidas» cuando eran jóvenes, nos topamos con las manos sangrantes de las estereras en activo (algunas de ellas visten un hiyab). Cuando la gente de Blanca traía ropa supuestamente antigua para las escenas ambientadas en el pasado remoto, la sorpresa es que muchas prendas eran en realidad solo de unas décadas atrás. El proceso que había puesto en marcha “la peli” había descabalado el tiempo. De pronto Blanca era mora otra vez, por sus calles corrían niños con chilaba, Blanca era republicana y franquista otra vez, Blanca era pre-capitalista otra vez, campesina, artesanal, comunitaria y caciquil y al mismo tiempo naufragaba en el maremoto neoliberal.
Blanca había abandonado por un momento, gracias al experimento, el camino recto y teleológico de la Modernidad. La promesa del paraíso en la que se funda el capitalismo, que a su vez sostiene la cultura oficial, se había desvanecido por un momento. La máquina de hacer dinero y de producir prestigio cultural (y miedo) se había encallado. Como en el 15M, como en las plazas ocupadas, había hecho falta una cosa un poco rara (eso de quedarse a vivir en la plaza, eso de que hagan una peli los que no hacen pelis), para que el otro mundo que estaba allí latente apareciera, cobrara valor. Un mundo en el que cada cual trae lo que tiene, y entre todas se va construyendo la vida. En este mundo hacer una película es pasarse tardes ayudando a hacer los deberes a un “actor”, es que un peluquero se anime a ofrecer gratis unos peinados antiguos complicadísimos, es que personas que nunca pensaron que podrían estar en la misma habitación se hablen y tengan que tomar decisiones juntas, es procurarse alimento y cobijo colectivamente tanto como cámaras e iluminación, es que una mujer de pueblo a sus 70 años deje de pensar que no ha hecho nada en su vida, y diga que ahora se da cuenta de que ha hecho muchísimas cosas. Es una transvaloración. Algo parecido a esa “Spanish revolution” que nadie esperaba en 2011.
Pero, finalmente, es más fácil hablar de Podemos. Es más fácil apresurarnos a hablar de las figuras emergentes de una nueva cultura. Hacer una lista de los nuevos políticos, de los nuevos intelectuales y de los nuevos artistas que van a ocupar el lugar de los que la crisis del 2008 se ha llevado por delante. Es más fácil constatar la emergencia de nuevos académicos, como Luis Moreno-Caballud, que se encarguen de convertir el 15M en un tema adecuado para la máquina de producción cultural. Los “nuevos nombres”. De ahí la duda que me asalta cuando me proponen publicar artículos como este, en los que nos arriesgamos a ser tragados por la máquina de miedo y de desprecio que es a menudo la cultura de los intelectuales y de los artistas. Y si me animo a hacerlo, es justamente porque me jode que, por lo menos cuando se habla del 15M, no aparezcan experimentos como NegraBlanca. Me animo porque pienso que si cuelo por aquí las historias de las que se animan, a lo mejor otros se animarán también.
Sin purismos, pero al mismo tiempo sin confundir las cosas. El 15M no es Podemos, y eso no significa que el 15M sea algo “puro”. Significa que hay cosas que sí se pueden conseguir sin representación en las instituciones políticas. Otras, fundamentales, vitales, no. Sin “máquinas electorales”, sin “grandes ideólogos”, sin campañas mediáticas se pueden poner en marcha procesos de empoderamiento colectivo que no, no son solo para jóvenes privilegiados de clase media. Lo hemos visto en la PAH. Procesos que sostienen vidas.
Sin necesidad de reproducir el exceso de autoridad individual que nos ha legado la cultura burguesa –y que el capitalismo explota–, sin necesidad de reproducir prácticas narcisistas, jerárquicas, patriarcales, tan enraizadas en las figuras del intelectual y el artista, se pueden poner en marcha procesos de experimentación con formas de vida: “cultura”. Negrablanca no está sola. Hay todas las dificultades y contradicciones que quieras, pero en los últimos años han surgido posibilidades para otras prácticas culturales, otros “empoderamientos” alrededor del 15M. Haré una lista rápida, corriendo así todavía más el riesgo de reducir a “nuevos nombres” estas prácticas, de convertirlas en mercancía empaquetada y lista para la máquina. Pero lo haré porque me llena de alegría la existencia de estas prácticas, y pienso que a otra gente le puede pasar igual si las lee aquí, y que a lo mejor, si no las conoce, va en su búsqueda.
Me llena de alegría que haya existido un colectivo musical como Orxata Sound System, que mezcla música tradicional valenciana con cumbia y dembow y que canta “omplim la vida de vida, un cos que vibra, juntes no tenim por!”. Igual que me llevé un alegrón cuando encontré el libro de relatos El sur, de Silvia Nanclares, en el que leí: “Todos fuimos adiestrados para servir y ser servidos por el capital. Para perpetrar convenientemente el fin de la Historia.” Me fascina ver como aún con todo en contra hay quien consigue estar a la altura de su tiempo; ser un grupo de música o ser una escritora y aún así ser a la vez otra cosa, no dejarse asfixiar por las expectativas de la figura del artista y del autor. Como María Salgado, la poeta que ha hecho vibrar el ruido del 15M como si fuera un mundo entero, capaz de hacernos existir por vía de un lenguaje lo suficientemente concreto y extraño. O el Niño de Elche, Le Parody, Pony Bravo y otras muchas que con la poesía y la música destrozan las barreras entre lo “popular” y lo “experimental”. Como otros proyectos que deliberadamente han trabajado para alterar las infraestructuras de la autoría y el prestigio narcisista: Fundación Robo en la música, o el propio Cine sin Autor en el audiovisual, o experimentos de relato oral colectivo como Somos CocaCola en Lucha. Y como otros colectivos experimentales, capaces de romper con la maldición pedagógica y la pasión por la desigualdad: Zemos98, el Seminario Euraca, la Escuela de Afuera…
Y como otros muchos que seguro no conozco. Ojalá que este texto sirva entonces, por lo menos para cambiar eso: estoy en morenocaballud@yahoo.es, si me queréis contar algo que me alegre la vida.
* * * *
Luis abre este texto invitando a imaginar. Para cerrarlo extiendo la invitación hasta los recovecos de un valle encantado, el valle de Ricote. Uno de los pueblos que lo habita es Blanca, que junto con otros tres municipios da forma al último asentamiento morisco que permaneció en la península allá por inicios del siglo XVII. Blanca antes se llamaba Negra y aunque no se han encontrado documentos que atestigüen los motivos del cambio, quizás los caballeros de la Orden de Santiago, acérrimos defensores de la cruzada cristiana, tuvieron algo que ver. Ese sustrato morisco está más vivo de lo que parecería, está en los canales de irrigación que alimentan las huertas, llenas de albaricoques, melocotones y chatos en verano, de limones, naranjas y mandarinas en invierno. Está en los callejones de la zona vieja y está en el safaá, pan tradicional marroquí que venden recién hecho en la carnicería halal, a 50 céntimos de euro. Y está en Ammar, un hombre argelino de unos 45 años que vive en Blanca desde hace 15, al que conocí por pura casualidad.
Le explico por qué estoy en el pueblo, y le invito a que se una al proyecto y a que suba a La Negra cuando le apetezca. Ese fin de semana proyectamos una película (creo que era La aldea maldita, dirigida por Florián Rey en 1930, el mismo director que hizo una segunda versión más a gusto del régimen en 1942), y Ammar asistió. Recuerdo que no lo vi ni oí entrar; a mitad de la película me giro y lo veo en una esquina, lejos, apartado del resto, me dirijo a él con un gesto de la mano para que venga, pero responde con el brazo que no. Terminada la película, tampoco se acercó al pequeño grupo ni intervino en la conversación, pero al final, cuando las demás se fueron, se quedó un rato y estuvimos charlando. Así comienza su participación en el proyecto y una amistad que dura hasta hoy. Su condición de extranjero inmigrante y de persona sola en Blanca lo acercó más a nosotros, era de los pocos que se animaba a subir las cuestas que nos separaban del pueblo para llegar hasta La Negra, pero no asistía a las reuniones generales; decía que a la gente del pueblo no le gustaba. La primera vez que se animó a venir a una sesión de grupo, llegó un poco bebido, en parte para ser capaz de afrontar la situación. Al principio, algunas personas estaban algo incómodas con su presencia, poco a poco la cosa se normalizó. Un día una de «las atrevidas» consideró oportuno comentarme: «que digo Helena, que el moro, que por qué viene a las reuniones, que qué pinta él en la película.» «Pinta lo mismo que tú y que yo», respondí, añadiendo algo vago sobre ser inmigrante, y seguimos adelante con el trabajo.
Ammar comenzó a participar desde su lugar discreto, cariñosamente respetuoso, habitando un perfil bajo que se transformaba en alto cuando bebía un poco. Siempre con ideas en la cabeza y dispuesto a echar una mano. A veces tomábamos unas cervezas al final del día, arriba en la montaña, y ahí Ammar se desplegaba en toda su potencia. A base de esos encuentros y de otros a plena luz del día, charlas por el río escuchando la música de su país por un pequeño altavoz que funcionaba con la batería de un Nokia de los antiguos, se fue creando un vínculo emocional importante. A menudo daba ideas para el guión, y si teníamos paciencia para escuchar su respuesta, su español es muy suyo, exponía delicadas apreciaciones que mejoraron la película. Casi nunca conseguía trabajar a cambio de dinero, siempre había algo en el aire pero no llegaba a concretarse, lo que permitió que pasara muchas horas en la oficina cinematográfica que teníamos en la montaña. Ammar tenía tiempo y ganas de hacer una película. Un día llegó con sus zapatos de cuero hechos a mano y su turbante; Irene Núfar seleccionó algunas ropas de Madrid, y así fue apareciendo el hombre que todo lo ve: un ser atemporal de origen árabe, que transita entre tiempos y espacios, que protege y facilita el camino de los distintos personajes por callejones moriscos, campos de limoneros y calles paridas por el desarrollismo franquista, entre sueños, soñando.
Durante la fase de montaje de la película, los últimos 2 meses aproximadamente, Ammar se sentaba junto a Miguel Ángel Rodríguez o junto a mí, o más atrás, un poco aparte, y miraba las pantallas, a veces comentaba algo o escribía en un papel, y así fue componiendo las palabras que harían de entrada y salida al mundo de NegraBlanca. Fuimos grabando su texto, matizando juntos y volviendo a grabar, así mientras nosotros hilábamos imágenes, él las devolvía (o resolvía) en palabras: un día moriremos no para dormir, sino para sacar la cuenta del pasado. ¿Cómo estamos en este mundo? Una cuenta que nadie vivo puede sacar.
Efectivamente, NegraBlanca se fue elaborando como un pan o una alfombra de esparto, sin parar y con las manos, en un proceso que nos llevó nueve meses de cine-vida. No teníamos capital, solo unos pocos ahorros que nos gastamos en transporte, comida y discos duros, pero bien mirado, esto facilitaba inmensamente la gestión de presupuestos. Contábamos con la tecnología necesaria y nuestra energía, y podíamos permitirnos no cambiarla por dinero. Hablo yo, Helena, que se crió en ciudad capital, que poco conocía de la vida rural, y que llegó a Blanca sin apenas prejuicios sobre lo que podía encontrarse, o si acaso con prejuicios favorables, confundida por la cultura- espectáculo, escéptica ante las instituciones, curiosa y emocionada ante la idea de hacer una película con mucha gente, desde esa gente.
Hubo de todo, tomaduras de pelo por parte del ayuntamiento en la figura del alcalde-cacique, que constantemente me decía que sí, mirándome a los ojos. Hubo aprendizajes sobre un tipo de prestigio que articula las relaciones del pueblo con el poder local. Hubo enfados, malentendidos y cansancio, hubo un grupo de personas que por llamarse «artistas» y llegar al pueblo subvencionados por el Ministerio de Cultura acapararon los espacios destinados a la creación. Pero a la lucha por el control de los imaginarios se le escapa la gente que no para de hacer cultura. Se trata justo de eso. Para mí NegraBlanca constata que cuando hacemos cultura hacemos política, y si no que le pregunten a Sansi, en la película el leñador repudiado por las habladurías, que un día de rodaje, entre toma y toma, nos mira y dice: «Si fuéramos capaces de organizarnos y de ponernos de acuerdo para las cosas de la política igual que estamos haciendo aquí con la peli, anda que nos iría mejor a todos.»
Intercambio, interdependencia, escucha, experimento, relatos, conflicto, creatividad, historia, memoria, imaginación. Es precisamente la comunidad la que dota a «¿Hacemos una peli?» de la capacidad de existir. Nuestro método fue variando con el día y a día, trabajamos y nos relacionamos (nos cuidamos) en comunidad, lo cual tiene unos efectos, y pone en juego unos afectos, que son siempre políticos: la horizontalidad posibilita (¿hace que emerja?) una pedagogía del compartir y un entender el arte como motor-mecanismo de transformación social. Intentamos evitar la jerarquía tradicional todo lo posible, lo cual no implica que desaparezca la organización y la asignación de tareas, ni que esquivemos la realidad: es dificilísimo negociar y compartir el poder. Sin embargo, me resulta igual de evidente que la horizontalidad tiene repercusiones, algunas acaso inconscientes, en el modo en que nos pensamos y nos vivimos, afectando en formas insospechadas e imprevisibles a nuestra experiencia de lo real y a la vida de lo común.
Me cuesta fijar esta experiencia en palabras porque tiendo a pensar que el ejercicio se convertirá en una auto-palmadita en la espalda, una simplificación, una zona equívoca que evito a través del mero hacer, y de mostrar su resultado. El proceso de «¿Hacemos una peli?» puede seguirse en el blog que acompañó la andadura (hacemosunapeli.wordpress.com), y NegraBlanca puede verse online o descargarse (https://vimeo.com/112402824). ¡Buen viaje!