Adelanto de la novela «La gran abundancia»

Primeras páginas de La gran abundancia, que publicará la editorial La oveja roja en 2022


INDICE

PRIMERA PARTE: PAPELES DEL DIA Y LA NOCHE                  

I. de Ernesto a Martín                                                                                                 

II. la oficina                                                                                                                

III. de Martín a Ernesto                                                                                             

IV. la carpeta                                                                                                              

SEGUNDA PARTE: LAS FALSAS PISTAS FALSAS                              

I.  el Instituto para el Estudio del Trauma                                                                

II. la cárcel                                                                                                                  

III. el desierto                                                                                                             

TERCERA PARTE: ¿QUIÉN ASISTE AL ASISTENTE?

I. Centro de Acogida                                                                                                  

II. la ciudad                                                                                                                

III. río arriba                                                                                                               

IV. el Gran Foro                                                                                                         

V. los campamentos                                                                                                         

RECAIDA                                                                                                               




PRIMERA PARTE: PAPELES DEL DIA Y LA NOCHE  

I. De Ernesto a Martín

Leerás estas líneas otra vez como queriendo hacer caso pero no lo harás. Evitarás, esquivarás, impedirás o abolirás la posibilidad de empezar un cambio. Te sumergirás de nuevo en ese tedio que ya no es siquiera auto compasión sino pura estupidez. Abrirás otro libro por la primera página. Seguirás amparándote en la inercia de la letra escrita, de la línea que continúa, que persiste, que prosigue, de la línea que va construyendo un sentido seco y tacaño. Te esconderás tras la caspa de los días.

0:23 am

Tú estás mal, Martín. No lo llames la rutina, no lo llames el trabajo, no lo llames la vida. La vida es más que esto, la vida es siempre más para gente como tú. Ella no va a volver. Ella no va a regresar, no va a reaparecer, no va a retornar o a revelarse un buen día en la puerta de tu apartamento. Te mereces más. ¿Por qué lees tanto? Sal a la calle.

Ven a verme.

3:25 am

Me imagino tu apartamento, Martín. Todo está seco. Ahora, por la noche, duermes, la ciudad duerme y tu casa se seca. Ni siquiera te vas a la cama: duermes en el suelo del salón, entre cartones manchados de grasa seca y papeles emborronados de tinta seca. La mancha del cuerpo y la mancha del lenguaje, ¿te acuerdas? ¿Te acuerdas? Dónde quedó la tercera, Martín, dónde quedó la mancha de la vida, la que se extiende como aceite en agua, la que cabalgamos siempre en el filo, la que aprendimos a calcar entre las palabras y las cosas. El vapor que sube del campo de batalla, el mediodía licuefactor del deseo. Atiende un poco, escucha o presta atención. Te digo algo luego.

11:06 am

Estoy exhausto, Martín, no he dormido apenas, llegué de viaje de madrugada. No sé si los lees, claro. Los mensajes. En cualquier caso: hoy es un día radiante en la oficina. Ya sé que hace tiempo que no esperas mucho de nosotros, pero últimamente estamos probando cosas nuevas, y a lo mejor esta historia atrae tu atención. Hoy hemos dado a luz a Edvaldo Camara, casado y padre de tres hijos; un ser introvertido, de pocas palabras. Tiene un negocio de relojería que empezó de la nada, endeudándose. Su vida ha sido sentarse en su diminuto taller de la trastienda con la vista fija en manecillas, ruedas dentadas y en lo que hay entre las horas. En las paredes austeras tan solo un calendario en el que Camara va tachando los días como si estuviera esperando salir de alguna cárcel que sólo él conoce. Por su dedicación extrema, el negocio prospera. A los cincuenta años ha conseguido trasladarse a un local más grande y contratar más personal. Sus tres hijos regresan desde tres universidades lejanas (donde él los ha enviado a estudiar derecho, medicina y negocios) esperando asistir a la inauguración de la nueva relojería, pero cuando llegan a la casa paterna la encuentran vacía. Hay una nota, con la letra de Edvaldo: “Abrid la tienda hoy, que mañana volvemos”. No vuelven mañana ni al otro ni al otro. Paradero desconocido. Los hijos abren la tienda y reciben a todos los amigos y parientes de sus padres, que no parecen en absoluto extrañados por la ausencia de Edvaldo y su esposa. La celebración termina y los tres hijos esperan una semana, todavía sin noticias. Después, tienen que regresar cada uno a su universidad porque se acercan los exámenes finales. El mayor encuentra en la habitación de su residencia, sobre su cama, un reloj de oro. El mediano un reloj de plata y el pequeño un reloj de bronce. Los tres preguntan a todo el mundo si se ha visto a alguien merodeando por sus habitaciones. Las respuestas son siempre las mismas: su primo ha pasado por allí a dejarles un regalo. ¿Primo? Ellos no tienen ningún primo. Sí, dijo que era tú primo, iba con su novia, una pareja de estudiantes. Cuando los tres hijos localizan por fin a sus padres por teléfono los encuentran recién llegados de sus vacaciones sorpresa en las islas, de buen humor pero algo preocupados por haberles dejado al cargo de la inauguración de la nueva tienda. La voz de Edvaldo Camara suena extrañamente infantil cuando afirma no saber nada acerca de los tres relojes. 

12:13 pm

Dos minutos para la hora del café, menos mal. Luego viene Federico, se ha quedado con la tarde de los martes, ya que tú no vienes, no apareces, no te muestras, no acudes o no te presentas. Tu inteligencia te dice que tienes que salir, pero al mismo tiempo se está muy bien ahí, ¿verdad? Anda, revuélcate en la mierda un rato más, si quieres.

2:23 am

Como estoy otra vez desvelado y tengo demasiado trabajo para andar perdiendo tiempo con mis clientes, acabo de decidir que voy a ir poniendo las cosas claras con todos vosotros. A ti, Martín, te digo lo siguiente: si en tres días más no me has contestado ni has dado señales de vida nuestra relación profesional se ha acabado. Por supuesto yo siempre seguiré siendo tu amigo, pero tendrás que buscarte otro Asistente Personal.

2:57 am

Acabo de entenderlo todo, Martín. En realidad durante toda tu vida has estado preparando esto. Renunciaste a tu carrera de escritor porque era una complicación, sacaste la plaza, hiciste todo lo posible por dejar de dar clase, conseguiste que te hicieran un puesto especial de investigador a pesar de tu juventud, empezaste a aparecer cada vez menos por la Universidad. Hoy no tienes ni que hablar con el conserje, cada mes el sueldo está en tu cuenta de banco. Te traen la comida a casa, ya cocinada, sin complicaciones. Sin complicaciones.

Cuidado, esto va a doler: tú la echaste. Ella no te dejó, tú la echaste. La echaste porque era una complicación, la última que te quedaba. Ahora te asomas al límite de la infravida: una vida sin Asistencia Personal, una vida no sometida a examen, ¿te acuerdas? Lo hiciste todo para quedarte solo y seco.

5:21 am

Consigo dormir un par de horas y de pronto me despierto muriéndome de sed. No tengo tus palabras, amigo, no hay contestación, no hay reciprocidad, no hay flujo, no hay círculo de retroalimentación. Dame una letra al menos: la O.

*

La impresora se despertó con un hipo repentino, y se puso a trabajar. Siempre le sobresaltaba, a pesar de que sabía que podía ponerse en marcha en cualquier momento. Martín Loma tenía activado un dispositivo que hacía que cada uno de los mensajes de su Asistente Personal, Ernesto Valle, se imprimiera automáticamente según se recibían. Le vino a la boca un sabor a tinta, antes ya de tocar los papeles. La máquina estaba estropeada, aplicaba siempre un exceso de color, luego las yemas de los dedos se ponían negras. Martín no se había molestado en arreglar la impresora, como tampoco se había molestado en afeitarse, cortarse el pelo, o en hablar con alguien desde hacía semanas. Pero sí se molestaba en leer los mensajes de su AP. Una vez más, los papeles cayeron desde la bandeja de la impresora y él, desde el suelo, los recogió.

Era invierno, presentía que probablemente la madrugada de un día de invierno, aunque no estaba seguro. Se quedó mucho rato en el suelo, con su cuerpo larguirucho extendido, rodeado de pilas de libros, la mayoría abiertos, y restos de comida a domicilio que manchaban el mármol liso y brillante que le sostenía. Tenía todas las persianas bajadas, por eso no estaba seguro si era de noche o de día en su apartamento impersonal e individual, piso 33, sin cocina, climatizado, amueblado y diseñado para jóvenes profesionales que apenas paran por casa. Desde que Elia no estaba, sin embargo, Martín no salía nunca de allí. Empezaba constantemente libros que no seguía leyendo, dormitaba, se asomaba fugazmente a las pantallas de su móvil o de su ordenador, y rodaba del sofá al suelo, como buscando el punto más bajo e indiferenciado posible en el que situarse. Pálido, despeinado y ojeroso, apenas se cambiaba de ropa, todas sus camisetas tenían ya manchas de grasa, igual que sus dedos andaban casi siempre manchados de tinta. Se seguía vistiendo como un adolescente, a sus treinta y muchos años, siempre con enormes zapatones de deporte que quedaban desparejados por todo el apartamento. Sin embargo, el deporte nunca había sido lo suyo, ni en realidad ninguna otra cosa más que las letras, esas rayitas negras capaces de cambiar vidas, a las que había apostado todo. Con su barba irregular a corros y calvas y las gafas aplastadas contra el suelo, saboreó una vez más la tinta familiar, esa especie de veneno menor, que no le iba a matar, sino que, pensó, tal vez incluso esta vez sí que le lograría sacar de su estupor y llevarle por fin a algún sitio.

Una vez más, en esa madrugada de un día de invierno, leyó los mensajes de su AP con una vaga esperanza, casi oyendo la voz grave y tajante de Ernesto a través de la tinta húmeda. Junto a esa voz algo impostada, como de locutor de radio, sonaba también un coro de miles, millones de otras tantas que le instaban, a él y a todos los demás, a levantarse del suelo, sacar pecho y lanzarse al mundo en pos de sus sueños. Ríos de tinta, masivas corrientes de estímulos eléctricos, océanos de saliva circulando por las aristas de una cuadrícula infinita, regando cada cubículo, cada nicho, cada edificio y cada apartamento con su persuasiva canción.

Él -lo sabía- era un privilegiado. Su vieja amistad con Ernesto le permitía conocer las nuevas historias de Contenidos antes incluso de que se hicieran públicas, y tener a uno de los APs más prestigiosos de su generación pendiente de su felicidad en todo momento. Para otros ese río jugoso de la Asistencia Personal pasaba por delante en tromba, sin casi darles tiempo a conseguir una barca que les llevara corriente abajo. Pero, en cualquier caso, él y todos, todos los seres humanos, sabían que el mundo estaba dispuesto para que, en la medida de lo posible, su felicidad fuera lo primero. Así sería mientras existiera la AP. Como Ernesto y Martín habían escuchado y repetido tantas veces en su época de universitarios, se trataba de hacer posible una vida más interesante, más plena, más creativa, más llena de experiencias. Y no la estúpida persecución de posesiones innecesarias, ni la estéril acumulación de honores o las mezquinas rutinas burocráticas. La posibilidad de una vida radiante era lo que movía el mundo, en la era de la Asistencia Personal.

Rodando lentamente sobre las cajas de pizza vacías, Martín se trasladó hacia la pared del salón, y se incorporó trabajosamente, de rodillas sobre el suelo imitación al mármol modelo Mónaco brillo, hasta poder levantar un poco la persiana de tela gris y observar con sus ojos llorosos, efectivamente, la primera luz del amanecer. Desde su altura –piso 33-, se divisaba una buena parte de la ciudad, y en los días claros como ése hasta se adivinaba un más allá. Parecía increíble, pero en algún lugar la cuadrícula urbana y sus suburbios terminaban, y allí se abría la extensión de algo así como “el campo”, con sus macro explotaciones agrícolas, y, después aún, el desierto, y más allá todavía, las costas olvidadas que servían de frontera natural frente a otros más allás pertenecientes ya al ámbito de lo casi innombrable.

Era imaginable, entonces, un espacio abierto. Pero ahí, a su alrededor, entre la cuadrícula de los enormes edificios de apartamentos, decenas de grúas gigantescas, campeaban sobre los solares en construcción. A pesar de que los cristales de sus ventanas eran de triple aislamiento, se filtraba el ruido imparable de las máquinas. No iba a quedar ni un centímetro libre. También allí, junto al propio edificio de Martín, estaban construyendo una nueva colmena de apartamentos de lujo, que iba a tapar tarde o temprano la ventana por la que ahora miraba. Un edificio pegado a otro. Pared con pared.

Amanecía. Martín, sombrío, releía las palabras de Ernesto como quien espera pacientemente los efectos de un medicamento y de vez en cuando oteaba la aurora por la ranura de la persiana. La ciudad le pareció una abstracción. En las sábanas de la cama, en su ropa, en toda la casa no quedaba ya ni rastro del olor a madera y flores que asociaba a Elia. Elia había desaparecido de un día para otro sin dejar señales. El piso se había vaciado de sus gestos rápidos, de sus costillas marcadas en la piel y de su larga cabellera, negra y lisa como un tobogán. Ahora estaba la asepsia del mármol y el triple cristal, solo interrumpida vagamente por el sabor a tinta.

Un helicóptero azul cruzó el cielo rojo y se posó, iluminado, sobre la cima de un rascacielos del Distrito Asistencial. Sin duda, algún top-AP que llegaba bien pronto a trabajar.

*