Un día en la revolución democrática

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La mañana: el niño medio dormido me mira a los ojos mientras inclina la cucharilla para dejar caer deliberadamente el yogur sobre su camiseta, la mesa y el suelo. ¿Habéis oído hablar del ‘estrés del bebé’? A veces los bebes lloran sin ningún motivo aparente, y se dice que tienen ‘estrés’: que están experimentando más novedad de la que su cerebro puede procesar, y que eso genera estrés. Pero, ¿no hay también a veces una especie de llorar porque sí, sin más? Después, cuando ya no son bebés, los niños parece que tienen momentos en los que necesitan hacer lo que saben que va a molestar a los adultos. Para ver qué pasa, probar ese camino, hacer que estalle el enfado, masticar el conflicto. ¿Cómo no explorar también esa zona? ¿cómo no tirarse la comida por encima?

Entro en la guardería y 21 niños con bata me miran y me rodean exigiendo mi atención, como los internos de un manicomio. “A veces los niños tienen reacciones que no podemos entender”. Está también esa especie de efecto bola de nieve, la rabieta, que va creciendo como por retroalimentación: cuanto más llora más se asusta de su propio estado, y más llora aún. Todo esto es demasiado. Cuando ya le has cambiado cuatro veces de camiseta y tienes que lavar otra a mano y no llegas al trabajo de mierda en el que te espera tu jefe para echarte la bronca. Cuando tienes que “escolarizar” a cientos de miles de niños, y las aulas están abarrotadas. “Hasta ahora lo importante es que jueguen, pero a los tres años hay que prepararles ya para la escuela de los mayores”. En España se exige que los niños de tres años ya no lleven pañal en la escuela. Circula una leyenda negra entre las mamás y los papás: “que en algunos sitios se niegan a cambiarles si se hacen pis o caca, y que te llaman por teléfono para que vayas a cambiarle tú”.

Salir corriendo del trabajo de mierda para ir a la escuela a limpiar la caca. La calle, tragando tubo de escape, está presidida por los emblemas de nuestra democracia: anuncios con mujeres semi-desnudas, turistas con un billete de 50 euros en la mano y hombres de traje que entran en coches, oficinas, restaurantes e instituciones oficiales. Recuerdo el miedo muy bien, si me esfuerzo lo puedo sentir todavía en el estómago: el año que viene vas a ir ya a cuarto, vas a tener que hacer exámenes y deberes, os van a cambiar al edificio de los mayores, vas a ser el único que no ha hecho la comunión, no te van a poner en el equipo titular, el entrenador no se va a querer arriesgar a perder el partido por sacarte, ni siquiera en los últimos cinco minutos. Vas a suspender matemáticas, no vas a sacar suficiente nota en selectividad, esa carrera no tiene salidas, llevas tres años en la universidad y todavía no te conoce ningún profesor, así nunca vas a conseguir una beca doctoral. No has rellenado los impresos, no has completado los trámites, no has sido seleccionado, lo siento, no te han llamado para el trabajo.

El niño que huele a caca espera en la esquina a ser modernizado y equiparado con el resto de países desarrollados, su cara toda hecha mocos y lágrimas, casi irreconocible, desfigurada de tanto llorar. Por la ventana se oyen voces acaloradas de la televisión que algún vecino tiene puesta como música de fondo: “¡pues ahora tienen que gobernar, eh!, ¡ahora ya se ha acabado la historia esta de ir dando lecciones de ética, a ver ahora si son tan listos o son más casta de lo que ellos mismos se creen…!”.

En el parque, mi hijo no puede jugar solo en el balancín. Espera en el suelo pacientemente, a que alguien quiera subirse al otro extremo, para compartir subidas y bajadas. Cuando me quiero dar cuenta, ya hay una niña subida, y el juego ha empezado. Su abuelo se acerca a pegar la hebra conmigo: “desde luego es una vergüenza lo que hace el Ayuntamiento con esta plazas”, y señala al enorme escenario que están montando un centenar de hombres. Por un rato charlamos desde cierta camaradería entre desconocidos, casi incluso desde la ternura que nos inspiran esos pequeños a los que cuidamos. Pero no puedo evitar sugerir que a lo mejor ahora las cosas se van a poder cambiar, señalando a la plaza, y poco a poco sus gestos se empiezan a crispar; parece mirar a su alrededor como buscando una salida. La encuentra en la agresión: habla de gente que “recibe dinero de países extranjeros”, “que va desnuda por ahí y quiere quemar iglesias”. Intento mirarle a los ojos, pero ya no se deja. Me doy cuenta de que estamos reproduciendo una especie de teatrillo televisivo ante los niños, que se han quedado parados mirándonos, en equilibrio. Sin entender, pero entendiendo todo muy bien al mismo tiempo. Me alejo un rato, pero vuelvo después, no quiero dejar las cosas así: “mire, yo soy uno de esos de los que habla usted, ¿de verdad piensa que yo no voy de buena fe?”. Supongo que por pudor, me dice que no, que no piensa eso. “A lo mejor tenéis buenas intenciones, pero no vais a poder cambiar nada”.

Camino en busca de otro parque, pero son escasos en la zona centro. A cambio, a los jóvenes que podemos permitirnos vivir aquí, se nos concede el título de emprendedores. Andamos en busca de atención. Fabricamos contenidos que atraen la atención y los clics, y permiten subir los precios de las cosas y de las casas. Pienso en este texto que voy a escribir luego. Cómo hacer para que no se convierta en otra marca compitiendo por las miradas, para que pueda permitirnos un respiro. Se dice a los niños: “qué grande estás”. A las niñas: “que guapa te has puesto”. Y los que intentamos escribir: “qué bien escribes”. El texto publicado y la pila de platos sin fregar, al final mi compañera lavará los pantalones del niño a mano porque ella lo sabe hacer mejor, claro. Así perdemos menos tiempo en este año de la revolución democrática. Tic, tac.

Pero, ¿sabéis?, alguien de Podemos me dijo un día: “siempre va a haber una forma de fracaso, pero hay formas de fracaso que son aceptables y otras que no”. ¿Sería posible una política sin idealización, para que sea también una política sin decepción? Yo sé que mucha gente no tiene tiempo ni fuerzas ni ánimos para limpiar pacientemente el yogur de la camiseta de sus hijos por octava vez. O para dejar llorar a sus niños, acompañándoles, sin miedo a la rabieta, sin cortarles el llanto con distracciones. Tengo el privilegio de poder hacer esas cosas, casi siempre. Y tengo además algo de tiempo para pararme y escribir sobre todo esto, ahora por la noche.

Cuando era pequeño, en mi pueblo había un bar diferente, se llamaba el “Primer Paso”. Yo fui un niño triste, el peso de la realidad se me caía encima y hasta la adolescencia no tenía casi herramientas para hacerle frente. Pero me acuerdo vagamente de que la existencia de aquel bar, de “hippies”, de “gente rara”, brutalmente diferente al resto del pueblo, me consolaba. No todo era lo mismo. Mucho más tarde iba a conocer a alguna de la gente que salía y entraba de ese y otros bares similares, de algunos con las caras quemadas por el sol que trabajaban cogiendo fruta por los pueblos, iba a saber de gentes que montaban una granja-escuela, de otros que tenían un grupo de música y no trabajaban, de algunas que se iban a estudiar a la ciudad y vivían en la calle durante una temporada, de otros que se alcoholizaban y de muchos que “habían terminado muy mal”. Iba a entender incluso que mi incomodidad con la realidad se debía sobre todo a que mis propios padres venían de ese mundo que no era lo mismo, que habían hecho el camino inverso al que yo haría: de la ciudad en la que intentaron vivir de otra manera al pueblo en el que yo quedaría sepultado por una montaña de normalidad de mierda.

Medio mareado por el sol del centro de esta ciudad sin parques -un coche pasa y me roza el codo con el retrovisor. No hay aceras. Corremos hacia la próxima oposición, el próximo examen, la próxima entrevista de trabajo, la próxima venta, la próxima pelea con nuestro jefe, la próxima bronca con nuestras familias, las próximas elecciones, el próximo cabreo con el niño: “¡ya está bien, joder!”. Y ahora, cuando debería caer la tarde pero no lo hace porque aquí el sol no se acaba hasta las 10 de la noche, corremos todos también en pos de nuestros grupitos y grupúsculos para comentar la jugada, para hablar de los otros y decir de ellos lo que nunca les diríamos a la cara. La Mala Hostia.

¿Qué ha pasado? ¿Cómo nos hemos dejado estafar tanto, tanto, o cómo nos hemos estafado tanto a nosotros mismos? ¿Que la vida era esto?

Pero a veces nos desviamos, todavía. El carrito del niño rueda por la avenida hacia una plaza o un parque en la que de repente se atisba algo que no son terrazas para los turistas y los locales, algo tan sencillo como un grupo de gente sentada en el suelo, en círculo. Mujeres con el pelo blanco, que llevan más de 20 años dando clase en un cole, veteranas de la Marea Verde. Argentinos psicoanalistas, activistas con perilla de barrio, jóvenes antropólogas en paro, madres jóvenes con su bebé sobre la cadera, señores con barba, chavales con pendientes, los que están con la cara pegada a la pantalla y otras que no paran de tomar notas en cuaderno. Un poco de espacio para respirar, un sitio al que no se va para estar con los tuyos, sino para mezclarte, un lugar donde no estamos para quejarnos, sino para escucharnos.

Nuestra revolución es muy, muy contenida. Muy distinta a aquellas estridencias del “Primer Paso”. Por eso yo no me atrevo a decir casi nada. Hablaría sí, de la existencia de esas plazas en las que mi compañera y yo sabemos que a nuestro hijo no se le va a echar encima una tonelada de imposibilidad y normalidad. Mirar a la maestra de la guardería a los ojos y encontrar un atisbo de algo que no sea puro agotamiento y derrota. No sé cuantos concejales o diputados hacen falta para eso. Foros de participación que ya están aquí. No estaría mal tener también maneras un poco más delicadas de ilusionarnos, canciones que podamos cantar sin que se nos atragante el llanto, formas de reconocer el deseo de otra vida en medio de esta putrefacción de títulos, progresos, modernizaciones y noticias del día. No estaría mal tener 10 canales de televisión emitiendo las 24 horas día programas que fueran nuestra Bola de Cristal del siglo XXI. No estaría mal el delirio colectivo como contribución a la revolución democrática.

La canción de la noche. Cuando el niño duerme. No habrá redención, nada calmará su llanto a las cuatro de la mañana. Pero lo cantaremos mejor si tú me ayudas.

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Imágenes de Begonia Santa-Cecilia