En octubre de 2013, en un coloquio en la universidad de Columbia en Nueva York, el filósofo francés Ettiène Balibar compartía con los presentes su sensación de que no había intelectuales de izquierda que hubieran hecho una crítica vocal y ampliamente difundida de la crisis en Europa. Adam Tooze, historiador de la economía en Europa y su compañero en la mesa, le respondió que sí había intelectuales de la crisis: “están al otro lado y son economistas”.
Sucede con este tipo de intercambios que una se adhiere y al mismo tiempo se incomoda por su redondez asertiva: una esboza media sonrisa irónica en la cara y, a la vez, recoloca el cuerpo en la silla. El primer gesto es casi reflejo: la mezcla de melancolía y de comentario incisivo sobre la sustitución de “los nuestros” por “los suyos” fácilmente saca una sonrisa. El segundo gesto es más difícil: hay un trabajo en marcha cuando este relato no cuadra.
“Culturas de cualquiera”, el libro de Luis Moreno-Caballud, es un respetuoso registro de ese trabajo y, a la vez, parte del mismo. Nos cuenta que, lejos de estar separados, la función de los intelectuales y de los economistas ha ido de la mano en la profundización de la individualización de las vidas, desde el franquismo tecnocrático a nuestros días, pasando por los años en los que se forjó la Cultura de la Transición. Son “los que saben” los que conforman los mecanismos para asignar valor a unos saberes y no a otros, a unas formas de vida y no a otras. Por ejemplo, vale mucho el intelectual con su propia inspiración, que se ha separado de toda aquella colectividad que le enseña lo que sabe; mucho más que los que escriben pegados a la experiencia de, por ejemplo, comunidades rurales o urbanas obreras. Y es que vale mucho más el relato de la clase media que quiere ser moderna, europea y consumidora que el relato del paleto que sigue empeñado en una España atrasada. Estos relatos, de hecho, andan enfrentados, aún hoy.
Así, el trabajo de Moreno-Caballud, que nos cuenta cosas del pasado para poder entender el presente, es un código-fuente para poder seguir las líneas que estos mecanismos de asignación y extracción de valor han ido marcando hasta hoy. Nos sirve, y mucho, este libro, para aprender a no enredarnos en las redondeces asertivas y pasar a la discusión fuerte sobre los modos de vida. Nos relata que hay una continuidad en todos esos años que se agrega en torno al lugar que ocupan los expertos: los economistas conforman políticas públicas, pero los intelectuales, o filósofos, con su autoridad cultural para decir al público lo que es bueno, normalizan esas políticas. Esto va más allá de la crítica puntual, o incluso regular, de los intelectuales de izquierda a las políticas del PSOE en sus primeras legislaturas. Los casos en los que profundiza “Culturas de cualquiera” nos muestran que esas críticas, por muy incisivas que fueran, no ponían (ni ponen) en crisis la vida que se está conformando en torno al consumo y la individualización. En este sentido, tanto los economistas como los intelectuales le han servido bien a la crisis, que ha caído de pie en su proyecto neoliberal a pesar de haberse llevado por delante la seguridad vital de muchas personas.
Pero siempre hay vida que excede, y es esa que pone en crisis, palos en las ruedas, al proyecto neoliberal. El libro también recoge una hermosa genealogía de las múltiples formas de vivir que nos vuelven a juntar en la precariedad y en la cooperación, y los diversos intentos de inventar lenguajes que nos cuentan tal como somos y nos hacen existir frente al peligro de no ser reconocidos por ser raros. Volviendo a 2013, a aquella sala de la universidad de Columbia, a aquella expresión de melancolía por la falta de intelectuales de izquierda, una se recoloca en la silla ante una aseveración así porque recuerda a todos esos cuerpos expuestos a la crisis que han ido construyendo su sentido, juntos, a contrapelo de la crisis, con todas las dificultades que implica hacer una cultura que no se separa de lo material que la permite existir, con una existencia llena de incertidumbre por la dificultad de sostenerse en el tiempo y encontrar, si se buscan, anclajes institucionales lo suficientemente abiertos para continuar la tarea. Y claro, de lo que dan ganas es de alegrarse mucho de que la crítica a la crisis no venga de la cultura de los intelectuales “que saben”, sino de las culturas de cualquiera.