Al principio la crisis era una noticia más, un dato más, una historia más, un tema de conversación más, en un mundo de noticias, datos, historias y temas de conversación. Pero también, por supuesto, una amenaza a la satisfacción de los deseos, en un mundo de individuos que buscan satisfacer sus deseos. Formulada en el lenguaje de los expertos, esa amenaza se presentaba en primavera de 2007 todavía como una mera “expectativa de ralentización del crecimiento económico”. Se advertía que “el nivel de endeudamiento de los particulares era muy elevado por los créditos hipotecarios” y que se había producido un “enfriamiento del mercado inmobiliario”.[i] Los medios de masas incorporaron el dato a su cotidiano esfuerzo por in-formar la realidad. Crearon historias que presentaban la crisis como algo visible, y por tanto real. Mostraron a personas afectadas por la crisis, ofrecieron sus testimonios. Hicieron encuestas sobre las opiniones de “los ciudadanos”. Ofrecieron más datos macroeconómicos sobre el problema de las hipotecas, explicados por los expertos. Y el dato experto iba acompañado, como siempre, del comentario menos técnico y más “humano” de las voces de intelectuales y “opinadores”, que mediaban con el lenguaje del “ciudadano de a pie”.
Intelectuales como Javier Marías, escribían ya en 2006, que “en la percepción del hombre vulgar”, con la que se manifestaba de acuerdo, “España está siendo destrozada por el chalaneo de constructores inmobiliarios, alcaldes, empresarios de obras públicas y consejeros autonómicos” (Marías). Por su parte, altos cargos políticos, como el de Presidente del Gobierno, hacían declaraciones tranquilizadoras afirmando que “al ser las entidades financieras españolas modelos internacionales de solvencia, se encuentran mucho menos expuestas a riesgos como los afrontados por el mercado hipotecario de EEUU”.[ii] En sintonía con esta respuesta orgullosa a la amenaza de la crisis, un libro académico publicado en 2009, bajo el eufórico título de Más es más. Sociedad y cultura en la España democrática, 1986-2008, celebraba la transformación reciente de España en “una sociedad hipermoderna, poscapitalista, que sobre todo ha perdido buena parte de los complejos colectivos que determinaron parte de su imagen y de su misma realidad”. Aunque, eso sí, se lamentaba al mismo tiempo su excesiva confianza en “un sector como la construcción, tan proclive a la especulación” (14).
Sin duda había también otras voces que es más difícil recuperar ahora, pero sabemos bien que al mismo tiempo en esferas privadas o semi-privadas infinidad de conversaciones cotidianas componían repeticiones, traducciones, contra-versiones y reelaboraciones de esas informaciones, datos, historias y comentarios. En los hogares, en los lugares de trabajo, en los espacios de ocio y entretenimiento, y cada vez más en el ámbito público-privado de las redes digitales, la gente anticipaba dificultades, denunciaba ya culpables o trataba de entender los tecnicismos económicos, refiriéndose -por más que a veces desde la total incredulidad y desconfianza-, a ese recién estrenado elemento de la realidad in-formada: “la crisis”.
Todo este circuito, en cualquier caso, seguía alimentando el hábito generalizado en las sociedades contemporáneas occidentales de aceptar como realidad aquello que es presentado, expuesto y comentado, hecho visible en datos, imágenes e historias -como en este caso “la crisis”. Este que podríamos llamar “hábito de realidad”, es un heredero indirecto de la gran transformación sucedida en la modernidad occidental por la cual, según señaló Michel de Certeau, se dejó de creer que la realidad era invisible, para pasar a postular que lo real era visible, pero que había que observarlo metódicamente para desestimar toda credulidad infundada. En un giro posterior de este paradigma, se empezó a entender que si algo podía ser visto, debería ser creído. Así es como actúa lo que de Certeau llama el “establecimiento de la realidad” por parte de los medios de masas: se construyen unas representaciones, o simplemente “ficciones” visibles que se supone hacen presente lo real, y que son tomadas como referentes de la realidad.
Curiosamente, eso no significa necesariamente que creamos que esas ficciones son la realidad. Sabemos que son construcciones, representaciones, simulaciones. No creemos “directamente” en ellas, es más, muchas veces sabemos que son pura manipulación, pero al mismo tiempo les damos el estatus de la realidad, porque pensamos que son “lo que cree la gente”, lo que “todo el mundo cree”. Se trata de una situación circular, porque lo que sucede es que “todo el mundo” cree que “todo el mundo” cree en los media.
Por otro lado, este establecimiento de la realidad por parte de los medios de masas tiene lugar, según sugirió también de Certeau, en el marco de un sistema de organización de las prácticas mercantilizado, productivista y consumista. Esto significa que los medios de masas no sólo “establecen” la realidad sino que organizan su recepción como un mercado de productos que los individuos consumen. Esta organización crea otro hábito central en nuestras sociedades contemporáneas occidentales: relacionarse con la realidad como un mercado de posibilidades diversas para satisfacer los deseos individuales.
Cuando hacia 2008 la crisis irrumpe en el horizonte de la realidad del estado español, lo hace a través de los filtros del circuito de establecimiento de la realidad y de su conversión en mercado para individuos. Con el paso de los meses y de los años, la crisis se convierte en un factor pertinaz del presente contado por ese circuito de establecimiento y consumo de la realidad. En todo momento, “la crisis” actuó como un referente mediático que pretendía representar el sufrimiento bien real, prolongado y creciente de las personas desahuciadas de sus casas, desempleadas y sin esperanzas de encontrar trabajo, afectadas por los recortes de servicios públicos básicos en sanidad, dependencia o educación, obligadas a emigrar en busca de trabajo, y un largo etcétera. Como tal referente mediático, el de la crisis era sobre todo el relato de una situación enojosa que interrumpía el curso normal de la vida (un obstáculo para la posible satisfacción de los deseos individuales en el mercado de la realidad), y que se presentaba constantemente en más noticias, datos e historias que después los públicos podrían utilizar como temas de conversación. La crisis, contaban los medios, nos impide realizar nuestras expectativas, nos hace la vida más difícil, causa incluso, “dramas humanos”.
En cuanto a la cuestión de sus causas, los medios presentaban principalmente dos narrativas hegemónicas, que ya se insinuaron desde sus inicios. Por un lado, se proponía que la crisis era un problema técnico, y que como tal tenía que ser solucionado por expertos. Por otro, se apuntaba a responsabilidades éticas y políticas, en la mayoría de los casos por parte de élites o grupos profesionales, como esos constructores y alcaldes a los que Marías llamó “los villanos de la nación”, pero también a veces, de forma más difusa, al conjunto de una sociedad que habría “vivido por encima de sus posibilidades”. Estas dos narrativas utilizan a dos figuras de autoridad que son habituales en el sistema de establecimiento y consumo de la realidad, el experto y el intelectual. La crisis aparecía como un asunto técnico expuesto por lenguajes expertos o como un cuestión moral que voces autorizadas debían denunciar, además de cómo esa realidad cotidiana que otras muchas historias mediáticas presentaban.
La crisis, en cualquier caso, se presentaba como una más de las muchas realidades que circulan en el circuito de presentación de la realidad orquestado por los medios de masas, en diálogo cercano con los expertos, los políticos, los opinadores, los intelectuales y los académicos. Y en diálogo más lejano con las conversaciones cotidianas que suceden en el resto de la sociedad, desde lugares con mucha menos autoridad para presentar la realidad que esas otras instancias.
Al mismo tiempo, ese sistema de establecimiento de la realidad, que “habla en nombre de la realidad”, al presentar la crisis como un problema técnico o el efecto de un abuso moral, estaba también concretando en qué consistía su naturaleza de obstáculo para la satisfacción de ciertos deseos individuales. Básicamente, desde la primera narrativa la crisis aparecía como un obstáculo a la posibilidad de tener una economía saneada, lo cual en el discurso especializado de la disciplina económica hegemónica significa que los individuos puedan ganar y gastar dinero, que el mercado “funcione bien”. La segunda narrativa, perfectamente compatible con la anterior, ponía el énfasis en la injerencia de intereses privados en los asuntos públicos, como obstáculo para el correcto funcionamiento de una sociedad de individuos que persiguen su interés en el ámbito privado, pero deben ponerse de acuerdo en el ámbito público.
El propio paso del tiempo y la creciente brutalidad de la crisis, hizo que inevitablemente la primera narrativa (la crisis como un “fallo técnico”) se debilitara, y que la segundara cobrara fuerza, especialmente en su versión más fácil de digerir, la que apuntaba hacia las élites culpables. Los expertos financieros que tenían que haber solucionado el problema no conseguían solucionarlo, luego probablemente la crisis era algo más que un problema “técnico”. Los políticos que ocupaban el poder en las instituciones de gobierno, por su parte, habían apostado casi toda su credibilidad a la carta de esos mismos expertos; esos que supuestamente habían creado una España “sin complejos” y con “modelos internacionales de solvencia”, por lo cual sufrían un desprestigio generalizado.
En algún momento, que es difícil de cifrar, la crisis de legitimidad que afectaba a políticos y expertos financieros entró en una fase de intensificación, cruzando una especie de punto de no retorno. Los repetidos escándalos de corrupción en la esfera política fueron probablemente la gota que colma el vaso. Apareció una nueva encarnación del fenómeno “crisis”, que ya no era simplemente la crisis financiera, ni siquiera la crisis causada por la irresponsabilidad moral de algunos actores sociales, sino la “crisis del sistema”. O tal vez podríamos decir el “error del sistema”, para hacernos eco del lenguaje de la informática con el que enunció a veces este asunto el movimiento 15M, que ha sido uno de los principales defensores, pero en absoluto el único, de esta lectura “sistémica” la crisis.
“Lo llaman democracia y no lo es”, “No somos anti-sistema, el sistema es anti-nosotros”, son slogans muy difundidos por el movimiento al que los medios de masas llamaron de los “indignados”, y que prefirió habitualmente llamarse a sí mismo “15M”. Ambos slogans remiten a esa intensificación de la crisis de legitimidad de algo, habitualmente conocido como “la democracia española”, que se percibe como un “sistema”, de contornos imprecisos, pero que sin duda incluye a expertos y políticos como responsables destacados de su funcionamiento, y que se extiende sincrónicamente hacia todas las instituciones oficiales existentes y diacrónicamente hacia la historia reciente de su aparición (desde la “transición a la democracia”, que se vuelve a convertir en un proceso polémico, entrando él mismo en crisis de legitimidad). Más allá de las diversas valoraciones sobre el movimiento 15M y su herencia inmediata, no parece que con su debilitamiento o transformación en otros procesos se haya disipado la narrativa que enuncia vagamente la crisis como crisis de un “sistema”, y por tanto como una crisis que no podría redimirse simplemente mediante un reemplazo de las personas que ocupan sus estructuras, sino con la transformación de sus propias “reglas de juego”.
Esta nueva narrativa de la crisis como fallo sistémico no anula, sino que más bien parece alimentarse de las nociones previas de la crisis “técnica” y la crisis “moral”. Por lo demás, viene circulando igual que ellas, -aunque no sólo-, como una información (dato, historia, tema de conversación, obstáculo para la satisfacción de deseos individuales) en ese circuito de producción y consumo de actualidad que los medios de masas ponen en marcha cada mañana, y que, desde más cerca o más lejos, otras zonas de la sociedad mantienen en funcionamiento.
Sin embargo, en lo que tiene de invitación a cuestionar una supuesta totalidad, la aparición de la versión de la “crisis del sistema” tiende a problematizar ese mismo circuito en el que habita, el “sistema” de presentación de la realidad, y de hecho aparece preferentemente en las zonas del mismo que tienen o al menos pretenden tener cierta autonomía. Zonas como son, sin duda, las redes y espacios de auto-organización boca a boca y nodo a nodo en las que germinaron el 15-M y otros movimientos de protesta y cooperación ciudadana; pero también, de un modo distinto, las tribunas (mediáticas, culturales, académicas) ocupadas por esos intelectuales que, como Javier Marías, son proclives a pensar la crisis como algo que corrompe una parte muy amplia del tejido social.
Estas formulaciones de una crisis sistémica han entrado en tensión, necesariamente, con las mismas posiciones sociales (“auto-organizadas”, “intelectuales”) que las enuncian, en tanto que éstas no siempre disfrutan de la autonomía suficiente respecto al sistema que declaran en crisis. En este sentido, me parece que es interesante preguntarse hasta qué punto la aparición y circulación de esa noción de una crisis sistémica o estructural de la democracia española –acompañada del sufrimiento masivo que intenta explicar- está afectando o puede llegar a afectar no sólo a las instituciones ocupadas por los expertos y los políticos, sino también al funcionamiento de la propia elaboración colectiva de lo que se toma por realidad, o de lo que ocupa el lugar de la realidad en un mundo de noticias, datos y temas de conversación, que se percibe, a su vez, como un mundo de individuos que buscan satisfacer sus deseos en el mercado de la realidad.
(Más en próximos posts)
[ii] (Zapatero en una comparecencia con Botín, en septiembre de 2007)